VIII.

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La luz de la luna proporcionaba la suficiente claridad para que sus pasos fueran seguros, recorriendo lugares largamente olvidados pero cuya magia vivía aun dentro de él. Recordaba su niñez, los días en que había corrido por todas partes, explorando y buscando algo... cualquier cosa que pudiera proporcionar una alegría inmediata. Reía mucho, era un pequeño príncipe muy adorado, cuya visita esperaban las personas a su alrededor, tanto su familia, como los siervos y los cortesanos.

¿Qué había cambiado en él? ¿Por qué se había encerrado durante tanto tiempo? ¿Por qué, de pronto, había empezado a temer las sombras y las voces apagadas que parecían seguirlo a donde quiera que fuera mientras más años cumpliera?

No lo sabía. No era un temor fundado. Ni siquiera podría darle un nombre.

Si se lo preguntaran, diría, quizá, que se trataba de una pérdida natural de inocencia, de confianza en el mundo, de la ilusión y de la dicha que se encuentra en las cosas sencillas. Las que de a poco se dan por sentadas y...

–Majestad, no lo he traído hasta aquí para que se quede ahí, frunciendo el ceño.

–¿Qué? –inquirió él, parpadeando repetidamente y apenas notando que se habían detenido y ella se encontraba en el suelo–. ¿Sucede algo?

–¿Si sucede algo? ¡Por supuesto, su majestad! Va a ayudarme a recoger las hierbas necesarias para los ungüentos que prepararemos mañana.

–¿Qué yo haré qué?

–Ya me escuchó, mi señor –soltó burlona y, a continuación, lo haló para que se arrodillara como ella.

Este movimiento lo tomó por sorpresa y, el joven príncipe por primera vez se encontró mirando de cerca, muy cerca, los ojos de la pequeña guerrera.

–Por todos...

–Esto –interrumpió alegremente la joven y alzando en la mano libre unas hojas recién arrancadas– son lo que estamos buscando. Tenga, es una muestra. ¡Empecemos! –soltó. Luego dejó de lado la mano del príncipe que había estado sosteniendo y giró, dándole la espalda, para buscar más plantas medicinales en aquel huerto que era una de las partes más bellas del jardín y también muy apreciada por los diversos poderes curativos que de allí podían obtenerse.


El sonido de pequeños trozos de hielo golpeando contra la acera hizo que volvieran al presente, interrumpiendo, una vez más, el relato de Gabrielle, quien ya no seguía linealmente el cuento, sino que iba contando retazos de lo que recordaba, rememorando vívidamente aquellas mágicas noches envuelta en la voz de su madre.

–Parece que la lluvia ha venido para quedarse –musitó Connor, pensativo– ni siquiera había notado que se acercaba el invierno.

–¿Cómo es posible? ¿Acaso no has visto los cambios en el follaje de los jardines? ¡Es un espectáculo imposible de perderse!

–Para ti sin duda –dijo, divertido.

–Para cualquiera, especialmente si hablamos de los jardines de tu mansión.

–Ahí vamos de nuevo.

–Pues sí. Es que no puedo evitarlo –Gabrielle se encogió de hombros– ¿cómo es posible que vivas en un lugar así y no sientas la suerte que tienes de llamarlo tuyo? Cielos, Connor, lo que daría por estar en tu lugar.

–¿Te gustaría ser una Sforza?

–¿Es esa una proposición? –inquirió, abiertamente risueña. Él rió en respuesta–. Connor, ¿puedes prometer que lo verás?

Érase una vez... una tarde de lluvia y caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora