Preparar ungüentos solo había sido el primer paso en las diversas actividades que la pequeña guerrera había planeado involucrar al joven príncipe. Así, se vio aprendiendo a sembrar en el jardín, a elegir frutos, a visitar la despensa e incluso las cocinas del Castillo, lugar al que definitivamente no había acudido antes. Sus excursiones al inicio habían sido en la noche, pero pasado un tiempo, se había atrevido a salir durante el día.
Un paseo corto más allá de las almenas. Luego había cruzado el patio de armas. Finalmente, el muro que separaba el Castillo de la aldea y, en compañía de la que ahora se había convertido en una compañera de aventuras, se adentró a las calles que no recordaba tampoco haber visitado nunca sin una escolta.
Fue maravilloso. Fue aterrador. Fue... absolutamente liberador.
Y el joven príncipe... respiró. Y lo sintió. Había revivido... y su nueva vida estaba apenas empezando.
Tomó la mano de la joven guerrera para arrastrarla hasta un lugar de donde salía un aroma dulce. Ella rió y se dejó llevar, feliz de que, finalmente, fuera él quien estuviera dispuesto a ir, de cabeza, a encontrar nuevas experiencias.
–¡Finalmente aparecen! –exclamó Adeline mirándolos alternativamente–. ¿Qué sucedió? ¿Lograron entenderse?
Connor y Gabrielle permanecieron en silencio, sin mirarse. Los ojos de Adeline se iluminaron con sospecha.
–Ya veo –y soltó una risita de diversión– esto es mucho más de lo que esperaba, pero no me quejaré si es que con esto logramos que Connor, finalmente, viva en su casa.
–¡Lin, por favor! –Connor empezó, poniendo en blanco los ojos, exasperado. Exageradamente, en opinión de su hermana, quien lo miró con más sospecha aún–. Yo no... lo que sea que estés imaginando, detente y déjalo, por favor –suplicó.
Su hermana, gracias a los cielos, no dijo nada más; pero, tenía una expresión que decía más que mil palabras, por lo que él se sentía mortificado y como si fuera un adolescente. Connor no necesitó mirar a Gabrielle para saber que sentía algo similar, pues sus descripciones del jardín eran alegres, animadas, sí, pero algo forzadas.
Porque sí, finalmente, habían salido a los jardines, aunque estaba por oscurecer y prácticamente no se veía el espectáculo que Gabrielle aseguraba proyectarían con la luz adecuada.
Connor no podía imaginar cómo podrían ser mejores a lo que ya eran. De hecho, se sorprendió al notar que no recordaba cómo eran los jardines antes. Es decir, lo hacía, vagamente, porque nunca había prestado atención, no realmente, ni de pasada. Así, ni su memoria privilegiada le servía para recordar algo que evidentemente no había visto por largo tiempo.
Ahora, no lo lamentaba en absoluto. Su visión de los jardines sería, siempre, la que Gabrielle había creado y eso, de alguna manera, se le antojaba mejor que ninguna otra situación.
Intentó no mirar atentamente a Gabrielle, pero no pudo evitarlo. De a poco, su entusiasmo se había moderado, o quizá seguía igual y lo que había cambiado era que se empezaba a notar genuino. Estaba inmersa en su explicación, en su relato... en todo el potencial que ella había visto desde el principio y el cual él ni siquiera había pensado que necesitaba prestar atención hasta que lo había hecho.
Y ahora, de alguna manera, todo había cambiado.
¿Dramático? Sí. ¿Nada práctico ni parecido a él? Seguramente. ¿Lo pensaba igual? Sí.
–Y no me estás escuchando –soltó Gabrielle. Connor parpadeó y enfocó su mirada en ella. Esbozó una sonrisa de disculpa–. Por favor no sonrías.
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Érase una vez... una tarde de lluvia y café
RomanceHistoria corta relacionada con la Saga familiar de los Sforza. Protagonistas: Connor Sforza y Gabrielle Lemarchal