Capítulo 1

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Capítulo 1
Mi historia y el día que dejó de quererme, corrijo, el día que comencé a quererme

Sara

Despierto, es lunes, podría ser domingo y me parecería igual de aburrido. Son las nueve de la mañana, es tarde, no para mí, puesto que no tengo que ir a trabajar, ni a trabajar ni a ningún otro lugar, estoy de baja desde que mi garbancito se colocó en la parte más baja de mi útero y amenazó con salir tres meses antes de lo que el médico había programado.
Oliver acaba de salir de la cama de un salto, deben de ser las hormonas que las tengo alteradas, pero es que cada vez que lo miro me palpita el corazón justo aquí abajo, más abajo incluso que de mi ombligo. Se ha dormido, claro que, si él sabía que hoy tenía que entrar al trabajo temprano, quizá no era tan buena idea esa de salir de cena con sus amigos. Al parecer la cena se complicó y acabaron con las reservas de alcohol del bar donde estaban. Eso no me lo ha contado él, lo sé porque lo oí entrar en casa de madrugada. No me levanté, sabía de sobra que su alcohol en sangre era superior al habitual. Escuché como se golpeaba contra las paredes con todas las partes de su cuerpo, maldecir la mesa, sillas y hasta la cerradura o llave que no conseguía encajar para cerrar nuestra casa por dentro. Sus verbos tampoco acertaban la conjugación idónea, para cuando por fin consiguió meterse en la cama, su hedor a señor que madruga para sentarse en la barra de un bar y pedirse un; carajillo, copa de coñac y vaquerito de whisky <<todo eh>> hizo que saliera directa al baño a vomitar. Allí encontré un suelo todo meado, sí, toda su orina estaba fuera. Mi vomito estaba cerca de la garganta cuando llegué y su descuido con la puntería hizo que subiera a la boca de un salto.
Regresé a la cama después de limpiar todo bien, él ya roncaba. Un detalle por su parte que su cuerpo descansara hacia el lado contrario del que lo haría el mío. Lo de hacer mención de tal detalle es solo para adornarlo, dudo mucho que estuviera pensando en mí.
Y ahora tan solo unas pocas horas más tarde.

—¿Has visto mi uniforme? —pregunta angustiado por la hora.
Abro los ojos, le miro.
—¿El que llevas puesto, dices?
Se acostó vestido.
—Mierda Sara, hoy viene mi jefe, me he dormido y apesto a tabaco y alcohol.
Yo diría que también a ser humano sudoroso, esa mezcla entre agrio y rancio, en fin.
Levanto mis hombros desde mi posición cómoda de la cama.
—Te dije que deberías de descansar para hoy, y tú no me escuchaste.
—Sí, ya. Si por ti fuese nunca saldría de casa, ya te pareces a mi madre.

Y eso me dolió más que cualquier otra cosa que me hubiese dicho, vamos, un insulto lo habría encajado mucho mejor. ¿En qué momento me había empezado a ver como a su madre? Si te soy sincera, yo lo sé. Desde el mismo momento en el que dejamos de tener relaciones sexuales. Mi garbancito, porque así lo sentía yo, como algo solo mío, había puesto en jaque mi matrimonio. Desde el primer día que lo supimos, nuestro sexo ya no fue igual, más tarde empecé a engordar y él dejó de interesarse por mí. Nada de piropos, ni de besos. Éramos como dos compañeros de piso que de vez en cuando, reíamos juntos por algo que mirábamos en el televisor.  Y una vez que el ginecólogo me ordenó un reposo absoluto, nuestros momentos íntimos pasaron a mejor vida.

Oliver ha salido a toda prisa dando un portazo, y yo, pues me he quedado pensando en mí y mi vida, planteándomela sin él, siendo por un instante egoísta. Debatiendo en mi interior si lo nuestro tenía que acabar en este momento. Sintiéndome culpable por dejar a mi bebé sin padre. No, stop, no iba a matarlo, solo a alejarlo de mi lado. Estar embarazada de un hombre no te obliga a encadenarte a él. En estos momentos no me aportaba nada, podría decirse que me resta. Ese pensamiento me ha hecho llorar y recordar que mis hormonas están haciendo de las suyas y que debería de dejar las cosas como están, ya que Oliver nunca fue tan mezquino como yo lo veo ahora, aunque si hago memoria y tiro de archivo, hace unos meses cuando se enteró de que garbancito nos acompañaría para el resto de nuestras vidas, enfureció y desapareció durante todo un fin de semana. La edad, la responsabilidad, el miedo, la juventud, pensé en esa mezcla de palabras porque en realidad con solo veintidós años, ser padre da un vértigo de narices. Y aunque después regresó a mi lado, esa sensación de abandono no logro sacármela de encima.

Oigo el teléfono sonar, no es el mío, Se ha dejado su móvil. Levanto de la cama despacio, tengo la sensación de que el globo que tengo dentro de mi cuerpo puede explotar de un momento a otro, sigo el hilo de la melodía. Se lo ha dejado dentro de la chaqueta que llevaba anoche. Para cuando lo alcanzo ya han colgado. Dudo en si devolver la llamada por si fuera importante. No, volverían a llamar si realmente lo es, repito en mi cabeza. Camino hasta el baño, desde que garbancito ocupa parte de mi cuerpo, la orina no cabe como antes. Ahogo un gemido de placer cuando termino de orinar, deshago los pasos hasta mi cama. Entonces vuelve a sonar el maldito teléfono, acelero un poco el ritmo para descolgar a tiempo.
—¿Dígame? —respondo con un poco de pudor, no estoy segura de lo que estoy haciendo, debería de haberlo dejado sonar. A Oliver no le gusta que yo husmee en sus cosas.
—Uy, creo que me he confundido de número —responde una joven voz de mujer. Incluso podría tener menos edad que yo.
—Pues no sé la verdad, puede ser que quisieras llamar a Oliver, este es su teléfono, pero se lo ha dejado en casa—y no sé por qué le he dado tanta información a una completa desconocida.
—Ay, sí, Oliver —suspira —,anoche me dio su número. ¿Eres su madre? ¿Puedes decirle que me llame?, soy Clara.
Un frío abrasador invadió todo mi cuerpo de un plumazo, los dedos de mis manos comenzaron a temblar, las palmas de las manos comenzaron a sudar al instante y mi corazón se desbocó como si terminara de correr una maratón. El silencio al otro lado del aparato acompañó al mío, respiré hondo y colgué. Lo que prosigue os lo podéis imaginar, angustia, dolor, llanto, más llanto, rabia, mentiras, escusas, súplicas, hasta un poco de locura por mi parte, y después, una separación. Menudo cerdo. Dudé en si debía de perdonarlo, quería justificar su desliz, en mi cabecita resonaban voces diciendo; los hombres necesitan sexo, si no les dan en casa lo que quieren, se lo buscan fuera… Pero no, yo no estaba dispuesta a perdonar eso, merecía un respeto y Oliver se lo había saltado como si fuera un atleta de juegos olímpicos, a saber si era la primera vaya, quizá optaba a ganar el oro.

Dicen que los matrimonios jóvenes duran poco, que todavía no existe una madurez en la persona como para saber qué es lo que se quiere y menos aún a quien se quiere. Yo no lo creo así, siempre he pensado que el amor verdadero se siente bien fuerte en el pecho, que duele como si te estuvieras muriendo cuando lo dejas, y así es como sucedió. Tomé la dura decisión de apartarlo de mi vida, tenía claro que no deseaba un hombre infiel a mi lado. A saber cuántas mujeres habían pasado por los brazos de Oliver. Todas esas noches de trabajo, esos domingos de supuestas quedadas con sus amigos para ver partidos de futbol. A saber.
No me costó más por el hecho de estar embarazada, creo que de esta manera fue más fácil tomar la decisión, bajo ningún concepto deseaba que mi hijo creciera con la idea instaurada en la cabeza de que el amor era eso. Porque para mí, el amor lo es todo. Es sentirse cada día de tu vida con fuerzas para sobre llevar cualquier cosa, es lo único en el mundo que podría hacer detener el mal. A las pruebas me remito, La bella durmiente, el príncipe azul rompe el hechizo de una bruja con un beso de amor sincero, Blancanieves y los siete enanitos, más de lo mismo, y no solo esa clase de amor, véase en Frozen, el amor entre hermanas, el más puro amor, el de la familia, bueno, el de mi hermana aún no está desarrollado al completo, luego os cuento. El caso es que cuando pienso en el amor, veo corazones por el cielo, sonrisas, cosquillas, caricias, abrazos, niños, jóvenes, ancianos cogidos de la mano, ferias con atracciones, días soleados, paraguas para dos, veo cosas que me hacen estremecer al instante. Lo que no veo, es el engaño por ningún lado, quizá haya hueco para el perdón, pero con veintidós años, mi mundo es de cristal todavía y no hay cavidad para los arañazos, con lo cual menos aún para las grietas, y así es como me había dejado Oliver, con el corazón agrietado por completo. A punto de partirse.
Aquel ser despreciable desapareció gracias a algún Dios durante los meses que cerraron el ciclo de mi embarazo, aunque yo lo tenía muy presente a diario. Lo maldecía unas mil veces por segundo, sobre todo cuando por error veía escenas de amor en la televisión o leía algún libro romántico, porque por alguna extraña razón él siempre ocupaba el lugar del protagonista. Lo que no sé es quién le avisó de que me había puesto de parto, era evidente que no le iba a dejar estar a mi lado mientras Simón siguiera dentro de mí. Ya cuando fue un solo ser, permití que entrara a la habitación. Al fin y al cabo era su padre. ¿La sorpresa? Debería de haberlo imaginado, no vino solo, trajo con él a su novia, una chica guapa, alta, morena, delgada, muy delgada llamada Clara. Qué alegría saber que la mujer por la que me cambió estaba ahí, delante de mí, a los pies de mi cama de hospital. Nadie podría imaginarse como me sentí en aquel momento. Allí, desarmada, sin apenas poder moverme, hinchada como si fuera un dirigible, y no de gas precisamente, sin peinar, sin ducharme, todavía adolorida por dentro, sin haber descansado, ya que hacía tan solo ocho horas que Simón había llegado al mundo. Ya me gustaría parecerme a todas esas famosas que salen del hospital y posan en la puerta junto a sus bebés divinas para las revistas. Bueno, que me dolió mucho, porque, aunque yo ya estaba a otras cosas, eso siempre duele. Hubiese sido más cortés por su parte venir solo, traer unas flores para la habitación, algún detallito para su hijo o simplemente preguntar a la madre, a mí en cuestión, qué tal estaba. Pero ninguna de esas cosas sucedió. Entró sin saludar, cogió al bebé que estaba dormido, lo acunó entre sus brazos y se lo enseñó a la modelo que lo acompañaba. Mi cara debió de ser muy comunicativa porque mi amiga Leo, le quitó al niño de los brazos, y los echó a la calle en un periquete, de una manera muy educada, pero sin dejar alguna duda de que no podían volver. Oliver no montó ningún numerito de esos de lo que es un experto, aceptó la expulsión como buen jugador y se largaron.
—¿Has visto eso? No tiene vergüenza, ¿me puedes decir qué coño vi en ese energúmeno? —hablaba bajito, pero con un montón de gestos.
—Pasa de él. Alégrate de que te lo has quitado de encima.
—Ya, ya. Bueno cambiando de tema, ¿vas a venir con nosotros a casa unos días o me dejarás sola?, o lo que es aún peor, con mi madre.
—Me encantaría ayudarte con Simón, quitarle las caquitas esas pegajosas que huelen a rancio, hasta que tú estés recuperada, pero no me han dado libre ni un solo día en el hospital. Sería más molestia que ayuda. Recuerda que mis turnos no son muy fáciles de llevar, os despertaría todo el tiempo con mis entradas y salidas.
—No, no. Odio esos turnos locos, y tu busca me exaspera —digo desanimada.
—Podemos decírselo a Greta, a ella le encantaría estar con vosotros.
—No. Prefiero a mamá. Recuerda que nuestra amiga es una loca del orden. Se pasa el día limpiando, cocinando o viendo novelas.
—Claro. Es normal, es una señora del hogar, que es lo que quieres que haga una jubilada, viuda y sin familia. Pues pasa su tiempo como a ella le gusta. No seas así, puede ser buena compañía por unos días.
—No. De ninguna manera. Me temo que podría ser peligroso, a ver como narices la sacamos fuera de casa después.
—Como tú quieras. A mí me parece una idea genial —susurra y se tira sobre sillón con el mando en la mano.
Leo es un amor, la conocí hace tan solo nueve meses. Es mi ginecóloga, todo empezó con una consulta más parecida a la de una psicóloga. No recuerdo porqué empecé a llorar, lo que sí recuerdo es que me abrazó tan fuerte en ese instante, que sentí que era uno de esos abrazos sinceros que dan las personas que de verdad te quieren, ¿extraño verdad?. Desde ese día se preocupó más por mí que incluso mi propia familia.
Leo es una mujer separada que vive sola, le gustan los gatos y de vez en cuando asiste a casas en las que se intercambian las parejas. Es muy valiente, yo jamás me atrevería a hacer nada de lo que me cuenta en muchas de las ocasiones. Es una pasada de tía, su nivel de sexo es de diez. Bueno no es que yo la pueda calificar desde mi lado de experta. Te habla sin ningún tipo de pudor de cualquier cosa que tenga que ver con ello. La verdad es que me da algo de miedo algunas veces. No por lo que hace, sino más bien por lo que le pudiesen hacer. Algún día tengo pensado que me cuente como es eso de los tríos, a ver, que sé que es, pero lo que necesito averiguar es como te sientes cuando lo estás haciendo con dos hombres a la vez.  Yo en lo referente a sexo estoy más muerta que Tutankamón, no lo practico desde Oliver, y a partir de ahora la vida sexual que me espera no será mucho más activa. Me siento una gordi fofa, ya sé que nunca he sido un pibón, he sido del montón, solo espero recuperar mis sesenta kilos de antes, tener tiempo para tapar estas canas y que desaparezca esta línea horrenda y oscura que se me ha dibujado en medio del vientre, para qué, si en algún momento de mi triste vida sexual, un hombre de esos de, Pasión de Gavilanes se me pone a tiro, pueda despojarme de mis ropas y no parecer una pieza de dominó con esta raya en medio de mi cuerpo. Mientras eso llega yo seguiré soñando. Por el momento, mis sueños con Tom Welling no van mal.
Me agobian los hospitales, huelen raro, son como estar en una caja del tiempo, entras a uno y todo se detiene, los días son idénticos. Por la mañana el desayuno, entran enfermeras a cada poco, visitas por la tarde, a las ocho la cena, y antes de que te des cuenta el día vuelve a girar. Lo único diferente en esta ocasión es que hay un muñequito metido en una cuna que parece un gatito cuando llora, y que me mantiene alerta todo el rato. Estoy convencida de que pronto estaremos en casa, y cuando menos me lo espere seguro que tendré un bichito correteando de arriba abajo sin descanso.
No, error. No ocurrió todo con ese ritmo tan vertiginoso que yo esperaba. Las noches del primer año fueron espantosas, Simón se acostumbró rápido a mis brazos, a mis piernas, a mis tetas, a mi voz, olor, y a que yo siempre estuviese junto a él. No pude desaparecer de su lado ni un segundo. Las duchas nos las dábamos juntos, sí, entrabamos a la vez y salíamos a la vez, os podéis imaginar que no era nada cómodo. Dormíamos los dos en mi cama, lo hacíamos todo juntos, dejé de tener vida, no solo sexual, vida, en general. Mi madre me reñía por hacer todo eso, pero cada uno educa a su hijo como quiere, y aunque no era fácil ni cómodo, esa era mi manera. Ayuda tenía bien poca, al principio tengo que decir que la cosa llegó a ser agobiante, mamá y Rebeca venían todos los días, Leo todos los fines de semana y a Greta había que echarla. Después, mamá se enfadó porque en cada ocasión que venía a vernos parecía más una limpiadora que la abuela que era. Claro, Simón colgaba de mí todo el rato, con lo cual la casa estaba revuelta, nadie la obligaba a nada. Rebeca con tanta misa y sus cosas de la iglesia empezó a no tener casi tiempo para nosotros, Leo empezó a quedar con un cachas del gimnasio y Greta imagino que por no hacerse pesada, cada vez pasaba menos por aquí. En definitiva, que me quedé sola.
Y el día que menos me lo esperaba ocurrió, dejé a Simón sentado en el suelo, sobre su mantita de colores, sus juguetes acolchados, y salí corriendo para hacer un pis, ese fue el momento. Salí del baño y lo ví, mi piel se erizó cuando dio sus primeros pasitos, ahí estaba mi tiarrón, el rey de la casa. Y en menos de diez meses corría, chillaba, golpeaba los muebles, rayaba paredes, y destrozaba mi piso de la única forma que yo dejaría que eso sucediera. ¿Y qué ocurre cuando tus muebles están rotos, tu televisor no enciende porque lo han tirado al suelo y tú no tienes un chavo porque no trabajas? Pues que hay que llamar a papá y mamá para que sigan corriendo con tus gastos.
La llamada llegó, pero no de la forma que yo me había imaginado en mi cabeza. Fueron ellos quienes levantaron el aparato para cortarme el grifo, uno que había permanecido abierto casi desde que nací. Porque mis trabajos a lo largo de mi corta vida habían sido tan efímeros como la fijación de los perfumes de imitación en la piel. Eso sí, con treinta y cinco tacos, yo sabía hacer casi de todo. Había trabajado de azafata de ventas en diversos locales de moda, en el campo recogiendo fruta, preparando cajas por navidad en almacenes, lavando perros, recogiendo hojas por los parques, repartiendo publicidad en buzones y hasta maquillando en una conocida firma de cosmética. Bueno eso último duró solo un día, vamos, el de prueba. Aunque yo en mi currículum lo he añadido, quizá haya colado alguna mentirijilla en la duración, cosas sin importancia.
—No puedes hacerme esto. No puedes hacernos esto. Es tu nieto. ¿No te da vergüenza? ¿Qué comeremos? —le dije a papá actuando de forma exagerada.
—Se acabó, si seguimos manteniéndote jamás serás una mujer responsable, y ya eres madre.
—De acuerdo, lo entiendo. No nos quieres, es eso. Quieres que nos muramos de hambre —sollocé de nuevo con más exageración.
Mis dotes de interpretación no resultaron creíbles.
—Deja de hacer teatro, si no puedes mantener el alquiler de la casa, déjala, venid aquí con nosotros, nos encantaría. Ya sabes que hay espacio de sobra.
—Vale papá lo pensaré.
No había mucho que pensar. Estaba más que decidido, sin espónsor mi casa no podía servir de refugio, y aunque, me doliera en el alma, nos mudaríamos a casa de mis padres.

Y así acabamos Simón y yo en esta habitación, con sus paredes llenas de posters de los Back Street Boys, con unas cortinas espantosas de color limón y un armario que se asemeja más a una taquilla de instituto que a lo que debería de ser. Ni que decir tiene que los dos dormimos en una cama de un metro. Y con mucha suerte eh, me dijo mi madre el día que me quejé. Suerte o no suerte al menos mi vida ahora es un poco más cómoda, mi hijo se ha adherido a mi padre como si fuera un koala y yo he vuelto al mercado. Y no al mercado laboral si es lo que estás pensando.
Un día Leo vino a casa a verme y me enseñó una aplicación de móvil que parece estar de moda entre solteros, solo tuve que poner cuatro datos y una foto actual. Eso sí, puse una foto de antes del embarazo, donde mis ojos azules no iban acompañados de ojeras y aún me daba tiempo a arreglarme el pelo decentemente.  Tres horas más tarde de hacer mi inscripción en dicha App estaba recibiendo más citas en mi teléfono móvil, que un médico de guardia en su consulta. Y ni tan mal, oye, los dos primeros me parecieron guapetes, cuando llegaron los siguientes mis ojos hacían chiribitas. Ahí, justo ahí, sentí que mi Paquita todavía latía, estaba viva y amenazaba con apoderarse de mi cerebro. Apreté fuerte las piernas y un gustito que no parecía tener fin hizo que suspirara.

Y aquí me encuentro, sentada en una cafetería, con las piernas cruzadas, haciendo ver que miro algo interesante en mi teléfono cuando solo espero al tío buenorro con el que he quedado y que me va a poner del revés, porque yo solo quiero que me penetre con fuertes embestidas durante un rato, lo justo para llegar al orgasmo que tanto anhelo, y se deje de ñoñerías para las que quieran enamorarse, a mí que me quiten las telarañas, que me espolsen el felpudo bien fuerte o que toquen mi guitarra como si fuesen, Paco de Lucía. Con eso me basta.
Lo veo aparecer por la puerta. Ahí está. En la foto parecía más alto. No sé por qué me lo parecía, en realidad no ponía la altura y la foto era de torso hacia arriba. A la moda no se puede decir que vaya, el pobre lleva un pantalón de pana, no recuerdo haber visto a nadie más con uno de esos salvo a mi padre hace ya unos doscientos años, ah bueno sí, y al novio aburrido de mi hermana. Eso sí, tiene los labios carnosos, imagino que si los utiliza bien podemos aceptar que sea un poco más bajito de lo imaginado. Ah no, eso no, ¿qué coño lleva colgando del hombro? Sí, es una riñonera. De ningún modo me quedo aquí sentada. Y sin pensarlo, me coloqué el teléfono en la oreja y actué como una actriz a la que le han encargado hacer como que recibe una llamada telefónica de urgencia y debe de salir corriendo.
—¿Sara? —me ha reconocido y grita desmesuradamente al ver que me marcho.
Yo no me giro, no hago nada que pueda hacerle pensar que soy esa Sara a la que él llama.
¿A quién coño se le ocurre llevar un pantalón de pana? Bueno eso podría haberlo olvidado, pero lo de la riñonera de la marca Nike, eso no, jamás. No estoy yo ahora como para empezar a hacer de personal shopper para nadie.
De camino a casa me encuentro con Greta, viene de comprar verduras para la cena, me cuenta lo bien que se siente desde que dejó de comer gluten, está convencida de que es celiaca, y aunque su médico se empeñe en decirle que las pruebas han salido bien, ella ya no come nada que lleve gluten.
—Y ¿dónde has dejado a Simón? —duda mientras se rasca con una mano la barbilla.
—Se quedó en casa con papá, desde que estamos allí no se despega de él ni un segundo.
—Sabes que yo también puedo quedármelo siempre que lo necesites, no dudes en pedírmelo.
Yo sé que es sincero su ofrecimiento, pero es que Simón ahora mismo está imparable y no veo yo a Greta saliendo a correr detrás de él para evitar cualquier mal.
—Lo sé, lo sé. Aunque a papá también le cuesta separarse de él. Ahora tiene el niño que tanto deseó.
—Bueno me vas a contar ya con quién has quedado hoy, o tengo que adivinarlo.
—Eres una cotilla —sonrío.
—Venga, dímelo —choca su codo contra mi brazo.
—Pues con un maromo que parecía interesante hasta que he visto que es de esos que gastan riñonera deportiva para salir a la calle.
—Mujer, eso no es tan importante.
—Y si, además, te dijera que la combina con un pantalón de pana, ¿Qué dices a eso? —levanto mi barbilla y una ceja a la vez, esperando respuesta.
—Ah no, eso ya no. Pero recuerda que lo más importante es que tengan una buena caligrafía y sin faltas ortográficas, eso es lo imprescindible eh. No te vayas a quedar con un hombre de esos cenutrios que además no saben ni escribir.
Ella siempre volviendo a lo mismo. Greta ha sido toda su vida maestra. No. Corrijo. Greta es maestra, ahora está jubilada, pero ella lo lleva en la sangre, vocación absoluta, y nadie de su entorno puede cometer un solo fallo con las letras. Al principio puede ser un poco cargante, después te viene bien tenerla cerca para un montón de cosas. ¿Rellenar formularios?, ella lo hace. Que tienes que actualizar el currículum, pues le da el repasillo final que te lo deja niquelado. Ahora ya, si lo que tienes es que escribirle una carta al juez que lleva tu caso sobre la custodia del niño, eso ya es un nivel pro. Vamos, que es un chollazo tenerla cerca siempre.
—Ya, ya, pero no le he dado tanto tiempo como para saberlo.
—Bueno, voy a casa que las bolsas pesan, ya sabes donde vivo y mi teléfono. Adiós preciosa.
—Tenemos que quedar las tres, hace semanas que no alcahueteamos.
—Vosotras sois las de las obligaciones, organizaros y llamadme.
—Hablo con Leo y ponemos día. Adiós, Greta.

Nos despedimos y yo la observo como se aleja y desaparece entre la multitud. Inspira ternura, que lástima que sea tan pesada a veces.











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