Capitulo III: Despedidas.

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Había trascurrido dos semanas, desde la llegada de los Bathory al castillo de los Dracul, y con ello la paz y la gloria de los reinos.
Pero no todos los territorios estaban en armoniosa paz. Otro pueblo cercano, igual de grande, quería conquistar el territorio de los Bathory, y viendo una oportunidad al saber que su señor se hallaba a kilómetros emprendió la marcha con su ejército hacía una taque a sus murallas.

La noticia, del ataque llegó a oídos de Radu a través de un general de su ejército, el más fiel de sus secuaces.
Radu pidió encarecidamente que Petru se encaminara junto a él a la batalla, y con ayuda de su ejército, vencerían al invasor y volverían sanos y salvos.
Petru, cumpliendo con su trato, formó a todo su ejército, dejando a su hijo al margen a pesar de sus múltiples peticiones de participar en la guerra.

-Padre, estoy preparado, llévame contigo, no quiero estar solo. ¡Puedo luchar!

-¡No puedes! Hijo mío, eres demasiado joven, todavía te queda mucho que aprender y mucha fluidez que coger con la espada. Si algo me ocurriese, ahora tu hermana y tu madre son responsabilidad tuya. Eres el hombre de la casa, y necesito que te quedes aquí a protegerlas, ¿lo entiendes? Volveré pronto. Te lo prometo.

-Padre, por favor.- Se enjugó las lágrimas y se agarró todo lo fuerte que pudo a las piernas de su padre, en un abrazo que intentaba ser una presa, un modo de retención para que su padre no se fuera.
Petru lo separó de sus piernas sin esfuerzos, y lo alzó hasta pegarlo contra su pecho en un abrazo protector, le acarició el pelo y susurro en su oído:

-Cuida siempre de la familia, hijo mío. Estoy orgulloso de ti. - Besó la mejilla de su hijo. Se despidió de su hija con otro abrazo y otro beso, y pasó su última noche en el castillo con su mujer. Su tan amada mujer que de tanta felicidad había llenado su vida.

María caminaba en círculos por todo su dormitorio, esperando una explicación o un reproche que decir. Esperando que su marido, que su amado Petru no fuera a la guerra y se quedara con ella.
Quería poder quejarse, tener voz. Pero sabía que nada de lo que dijera podría ser útil. El destino de su esposo estaba escrito en la desgracia. Y los dioses se cobraban de vuelto los años de felicidad enviándoles aquella guerra.

Murmuraba rezos y peticiones en su legua materna a todas y cada una de las divinidades que gobernaban el firmamento y el triste destino de los mortales. Suplicaba con la humildad de una sirvienta, que no se cobraran su suerte con la vida de su amado. Rogaba a los dioses de la paz que se impusieran fuertes como eran, por encima del resto e hicieran asentar la gloria entre todos los reinos, devolviendo así la tranquilidad de su suerte.
Tal vez aquellas súplicas solo hicieron enfurecer más a los dioses. Quizá les divirtió ver cuán patética era la vida de los mortales, condenados a depender de sus voluntades por tiempos.
María rompió en llantos de miseria, previendo que su mayor desgracia aun estaba por venir. Se veía en el espejo de su gran tocador, y tuvo la visión de un negro futuro. La muerte de su esposo a manos del enemigo, sus hijos sin padre y ella una pobre viuda a merced de sus invasores.

A punto estuvo de desfallecer, pero su dama de compañía la sostuvo a tiempo, y como si se tratase de un lirio, todavía con el tallo tierno y débil, la metió en el camastro y llamó a su señor para que se despidiera de su señora antes de marchar a combatir.
Cuando Petru entró en el dormitorio, el silencio más espeso se abrió paso entre ambos amados y se instaló allí como nunca antes lo había hecho.
Petru se sentó junto a ella, en un lateral y le tomó la mano, intentando que con aquel gesto, María se calmara y no pasara tanto miedo. No sirvió. Y ella, temblando como un niño que se duerme sin manta, se incorporó lentamente y besó a su esposo en los labios.
Petru recorrió el cuerpo de su mujer con las manos, como si intentara memorizar cada poro de su fina piel, y llevarse con él el recuerdo de su belleza a la batalla.
María acariciaba el enmarañado cabello de su marido, mientras sus labios marcaban un itinerario hacía su cuello, como si con cada beso quisiera inmortalizar una parte de él.
Y ambos amantes consumieron lo poco que les quedaba de suerte antes de que el sol amaneciera y se llevara con ellos lo único que tenían, su amor.

Antes de que el sol despuntara el alba y comenzara a teñirlo todo de un naranja pálido, Petru dejaba en el camastro a su amada. Intentando no hacer ruido para no despertarla, se enfundó en su armadura lentamente, entumecido por el sueño y el frío de una Hungría nevada e invernal.

-Petru...los dioses, nos quieren castigar. No vas a volver, ¿verdad?- la voz de María era tan baja y débil, que incluso el zumbido de una mosca podría haberla eclipsado.

Petru se volvió lentamente al oírla, todavía con el torso desnudo, adornado por las múltiples cicatrices de las batallas anteriores.

-Lo sé. Los tentamos al tener no solo un hijo, si no dos que estuvieran sanos y fueran fuertes. Sé que esta guerra es su venganza. Es mi castigo. Pero eso no quiere decir que no vaya a luchar por mi reino. Nada me ha asustado jamás, ni lo hará ahora.

-Prométeme que volverás tan pronto como haya acabado todo. Dime que no tendré que enterrar tus desvalidos restos, que vencerás y volverás junto a mí sano y salvo.

-María, estrella, no puedo prometerte que volveré. No puedo prometerte nada de eso porque las mentiras también enfurecen a los dioses. Vida mía, ten por seguro que lucharé hasta que no me quede ni una sola gota de sangre en el cuerpo, solo para volver a tu lado y verte una vez más, aun que sea lo último que haga.

-Petru, tengo miedo de perderte. No quiero ser viuda. Los niños te necesitan. Mircea se ha convertido en todo un caballero por ti, y Elena es toda una señorita, y una gran compositora gracias a tus tan prematuras clases de piano y tu insistencia en ellas. Lo han hecho todo por ti. No puedes dejarlos. No puedes dejarme.- sus ojos se llenaron de lágrimas que corrieron por sus mejillas en cuanto él le acarició la cara antes de decir:

-Querida, sabes que jamás os dejaría si de mí dependiera. Pero di palabra. Hicimos un pacto y ahora tengo que cumplir con ello. Por mi nombre. Por nuestro nombre y por la reputación de mis hijos.

-Petru, por favor...No puedo estar sin ti.

-María, todo lo que he hecho siempre ha sido por ti. Si muero, hacerlo en tu honor y nombre será la mejor despedida que nadie me podría regalar.

-No digas eso Petru, no morirás.

-Te amo, María.

Besó los labios de ella, temblorosos por el llanto, intentando, en un firme beso infundarle el mismo valor y la misma fuerza que de la que él disponía al marcharse a luchar. Tras lo cual, salió de la alcoba a grandes zancadas, mientras se terminaba de poner la camisa y la luz del sol saliente comenzaba a bañarlo todo con un tono más claro.
María se quedó en la cama, consumida por el llanto.

Mircea, Elena y Elizabeth observaban juntos, a través de un ventanal, la partida de su padre y su ejército, seguido por su tío y sus caballeros. Los caballos relinchaban y quebraban con el trote de sus cascos el silencio del amanecer, rompiendo la tranquilidad que ya no existiría para ellos, tranquilidad que ninguno confiaba en conseguir. Pues en la guerra, a pesar de que uno de ambos ejércitos se proclamara vencedor, ambos habrían perdido demasiadas vidas de soldados valientes y entregados a sus señores y reinos. Soldado que, como Petru y Radu, habían pasado con sus esposas y familias. Otros, habían ahogado su suerte en la taberna.

Las riendas se agitaron y los caballos galoparon más rápido hacia el horizonte, hasta que el último cadete se perdió de su vista, Mircea, Elena y Elizabeth no dejaron de mirar, por si, como ellos querían, sus padres volvían con ellos.
Elena rompió a llorar en el hombro de su prima, que no tardó en derrumbarse con ella, a pesar de no tener una noción clara de lo que ocurría. Mircea, obedeciendo a su padre, las rodeó con los brazos e intentó no derramar una lágrima, actuando como el hombre que debía ser. Por su familia. Por su padre.

Dracul Tsepesh.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora