Capítulo VII: Regreso y despedida.

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Tras la guerra los cuerpos helenos se amontonaban en pilas de hombres y restos de lo que debieran ser soldados. Cuerpos mutilados, desangrados y descuartizados.
Petru miró a sus soldados, los cuales lo observaban con los ojos como platos, atemorizados y fascinados, todo a una, por la gran destreza y valentía que su señor había demostrado en la batalla.

-No me miréis de esa forma.- un ápice de vergüenza ensombreció los ojos de aquel señor- Esto, todo lo que veis, todos esos cuerpos helenos; los hombres descuartizados por mi boca y mi sed, ellos, han sido fruto de mis plagarías a los dioses para salir airosos, no de mi valentía. Pues di por perdida la guerra cuando vi a ese, su segundo ejército, aparecer de entre la nada.

-¡Mi señor, perdone a estos sus súbditos!- gritó un soldado unas filas más atrás, atemorizado. El resto, lo corroboró con un sordo grito.

-¿Perdonaros? ¿A vosotros?- Petru entró en cólera, una furia sobrehumana se apoderó de él, casi sin darse cuenta- ¡¿Qué os ocurre, descabellados?! ¡¿Acaso habéis perdió el poco juicio que os quedaba?! ¡Maldigo a quien lo haya dicho, y a todo aquel que lo comparta! Malditos, ¿creéis que habría arriesgado mi alma, si mi intención fuera mataros ahora?- vociferaba a pesar de que con un susurro hubiera bastado para hacerse oír en kilómetros.
Todos los hombres, los que quedaban vivos tras la batalla. Pues los helenos había sido rápidos y grandes rivales, habían logrado reducir el ejército de cientos a tan solos unas cuantas docenas. Uno de ellos, de los cadetes probablemente, un soldado joven y poco experimentado, herido en el costado con una espada, herida que sangraba de a poco cada vez que el joven forzaba un movimiento, ése se hizo notar entre los demás. O eso le pareció a Petru. Pues sus ojos no dejaban de mirar al pobre muchacho. Y su herida. Tan reciente. Tan profunda. Tan...cálida.

Tragó saliva con fuerza intentando apartar la sed de su garganta, pero no desistía. Su parte animal, demasiado nueva para él, gruñía y le animaba a atacar al chico. La parte racional, le decía que no debía hacerlo, que toda ayuda sería poca al regresar a casa. Un debate que el resto pareció notar.
Los ojos de su señor habían cambiado en un segundo. Ya no eran claros. Se había tornado oscuros y profundos, fieros. Petru se retorcía de un lado a otro, caminando arriba y abajo para intentar distraerse, apretaba con fuerza la mandíbula para impedir que sus nuevos caninos se abrieran paso. Pero cuando parecía que lo comenzaba a dominar, que había encontrado un punto en el que no olía ya al muchacho, el aire cambio. Dándole una bofetada en su instinto más animal, y haciendo que este despertara de golpe y fuera incontrolable.

-¡AAAHHHH!- lazó un aullido desgarrador hacia el cielo, y le cedieron las rodillas que impactaron en la tierra, haciendo dos hendiduras donde estas habían impactado. - ¡Llevad a ese hombre a mi tienda! ¡YA!
Los soldados, temerosos, obedecieron sin articular palabra alguna, por miedo a correr la misma suerte que su compañero, quien caminaba sujetándose de dos soldados y ahogando un grito cada vez que la pierna herida le tocaba el suelo.

-¿Dónde está mi hermano, dónde está Radu?
-Mi señor, el general Radu... me temo, que lo hemos perdido a manos de uno de esos sucios helenos- respondió uno de los soldados amigos a su ejército, a media voz.
-¿Muerto dices, muchacho?- el tono de Petru era ahora tranquilo, como si no asimilase la noticia.
-Sí, mi señor.
Entonces los ojos de Petru, que seguía cabizbajo, se toparon con los del soldado del ejército de Radu. Un muchacho joven, lo suficiente como para estar enamorado de su esposa y tener un hijo en camino. Un linaje limpio, y libre de castigos de los dioses.
-Bien, hijo, ¿podrías entrar con el resto de los soldados a la tienda, para ver si necesitan ayuda? En seguida iré yo con más curas.
-Sí, mi señor.- se encaminó, firme hacia la tienda principal, donde estaban sus otros compañeros.
En una mesa que servía como camilla, se encontraba el primer soldado, la herida de su pierna supuraba y rezumaba. El olor a metal y podredumbre se hacía presente entremezclados con el miedo y el sudor. Los otros soldados esperaban, impacientes a la entrada de Petru para así, poder curar la pierna del herido, o aliviarle de alguna forma, pues a punto estaba de perder la conciencia ante el dolor. Ninguno hablaba.

Escasos segundos después entró Petru como un rayo, se acercó a uno de los soldados que atendían al herido, respiró hondo, muy cerca del soldado y pregunto:
-¿Qué posibilidades de vida le quedan?
-Pocas, mi señor. En el mejor de los casos tan solo perderá la pierda. Pero, hay tan pocas posibilidades de ello como que el cielo se rompa a pedazos, mi señor.
-Comprendo- asintió Pertu frotándose el mentón- así, pues, sería mejor acabar con su sufrimiento, ¿no es así? Al igual que con el de todos, no se podrá vivir de una forma tan mísera, y las heridas...tan, recientes, y tiernas, no aguantarán el galope de regreso a casa, ¿cierto, soldado?
-Cierto...mi señor- respondió con un temblor de voz, asustado de las palabras de su señor, presintiendo que algo peor que la guerra se les cernía encima.
Y estaba en lo cierto.
Antes de que ninguno pudiera reaccionar, Petru se aproximó a la mesa donde estaba tendido el cuerpo inconsciente del herido. Se acercó a su oído y susurro algo que ninguno pudo oír salvo él.
-Dile a la diosa Eris, que ella gana. He caído.
Y dicho esto, pasó los labios por el cuello del soldado, lentamente, mientras con la otra mano presionaba el cuello contra sí. Sus colmillos rasgaron la piel de aquel pobre hombre, sin ningún tipo de esfuerzo, como si mordiera el vapor. Y en ese momento, de fascinación ante la ligereza y precisión de sus colmillos sintió en su lengua un extraño y cálido sabor. Primero tuvo el impulso de apartarse y sacar de su interior aquella sustancia amarga. En su lugar, casi sin darse cuenta, sin querer, aferró el cuello del muchacho más fuerte con la mano libre y lo apretó contra sus labios. La segunda bocanada le supo cómo el alimento de los dioses, como el vino de Dioniso. Una descarga eléctrica lleva de vida y calor le recorrió y llenó cada pequeña parte de su cuerpo. El líquido al que estaba condenado a devorar se había tornado en su paladar, gustoso y dulce, con un aroma embriagador y llamativo, que podría detectar a kilómetros. Todos sus sentidos se agudizaron, podía ver cada mota de polvo del aire y distinguirlas de otras. Podía oler la peste, el miedo, los cuerpos descomponiéndose. Podía oír un murmullo en su cabeza de miles de voces, unas más distantes, otras más cercanas, oía también el corazón de todos y cada uno de los hombres de esa tienda, y de los de fuera. Excepto el suyo. Notaba en la piel un agudo hormigueo donde el sol le rozaba.
No sabía con certeza si había muerto, o vuelto a nacer.

Emprendió el camino de vuelta a casa con tan pocos soldados como habían quedado del ejército enemigo. Prácticamente solo, acompañado nada más con doce soldados más, los más sanos y resistentes que habían resultado de la guerra, pues los quiso para poder transportar todas las armas y demás utensilios que habían logrado salvar del campamento. Tras ellos, una fuerte humareda proveniente del claro que había servido como campo de batalla, los cuerpos, desangrados y apilados en montones.
Frente a ellos, un largo camino hasta el añorado y querido hogar. Caminos tranquilos y sendas reposadas, premisas de buenos augurios para el futuro los guiaban. Los corazones alegres de retornar a su lugar, tan sanos como pudieron.

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⏰ Última actualización: May 10, 2015 ⏰

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