Capítulo IV: La venganza de los dioses.

26 0 0
                                    


Suzanna salió de la habitación de invitados, cual fantasma que vaga sin saber por donde se haya la paz. Sus pasos la guiaron por fin hasta la habitación de su pequeña, quien jugaba distraída con una muñeca de trapo de su prima.
Levantó la mirada del intrincado peinado que le estaba haciendo a la muñeca hacia su madre, ninguna de las dos sonrió. Ninguna de las dos tuvo valor para llorar.
Elizabeth dejó la muñeca a un lado y se puso en pie, su madre no pudo aguantarlo más y calló de rodillas al suelo rota por el llanto y las lágrimas que se abrían paso hasta recorrer su perfecta piel.
Tambaleante por su poca práctica, se acercó hasta su madre, puso sus pequeñas manitas sobre su cara y le dio un beso en la frente. Suzanna no daba crédito a lo que veía. Y agradeció a los dioses que su pequeña creciera ajena a todo. La estrechó entre sus brazos, tan fuerte como pudo e intentó recomponerse.

En la habitación principal, María lloraba sin consuelo arrullada por el olor y el recuerdo de la estancia de su amado Petru en la cama con ella. Su lado de la cama había comenzado a enfriarse, y aquella sensación, tan cercana a la realidad, tan parecida al futuro la hundía por momentos. Pero la fuerza que la mantenía había desaparecido. Se la había dado toda a él.
Mircea abrió la puerta lentamente, asomando primero la cabeza y luego medio cuerpo:

-Madre.

María levantó la cabeza de la almohada y vio su pequeño en la puerta, con los ojos hinchados, las mejillas enrojecidas por haberse frotado las lágrimas demasiado fuerte. Y detrás de él, intentando esconderse tras su hermano, la pequeña Elena, cubierta de tristeza, apagada y desolada, completamente consciente de la realidad.

-Mircea, Elena. Venid.

Ambos entraron en la habitación y se acostaron junto a ella, dejando un hueco vacío en un costado. Vacío que ninguno quería tocar a pesar de que se enfriaba cada vez más. Y aquello les asustaba cada vez más. Pero ninguno dijo nada por no romper el silencio, el último vestigio de paz que parecía quedarles.
Tras unos instantes en los que María se había dedicado a acariciar a sus hijos. Intentando que ninguno supiera que el resto también lloraba, quedaron dormidos de cansancio. En un sueño con calma, un sueño que les guiaba junto a Petru. Un sueño común de volver a la paz y a la normalidad.

El cielo ya marcaba la luz de la tarde cuando María se levantó, sin hacer ruido para no despertar a sus hijos, que dormían placidamente, muy lejos de la realidad.
Les observó un momento a través del espejo de su cómoda mientras se vestía como debía, como condesa que era. Los recuerdos de la noche anterior le llegaron todos juntos, como un lastre que debiera llevar siempre con ella. Como su propia condena. Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas, y con gran esfuerzo se trago las ganas de dejar que corrieran libres y la liberaran de esos sentimientos. Terminó de ponerse sus joyas, los collares y anillos que Petru le había regalado, y salió en busca del servicio, para que sus criados y criadas intentaran devolverla a la realidad. O alejarla del todo de ella.
Después de ordenar a unas cuantas sirvientas que se dispusieran de todo el arsenal de limpieza y comenzaran por la sala este, subió hasta la habitación de invitados, agenciada a la familia tan reciente que habían obtenido en tan pocos días atrás, todo por buscar la paz. Que no había servido para nada.

Encontró en la cama a la pequeña Elizabeth, con su respiración profunda y sus lejanos sueños, limpios de guerras y desastres.
Suzanna vio a María desde la ventana. Puso un dedo sobre sus labios y atravesó la habitación sin hacer ruido. Cuando estuvo frente a María, salió y cerró la puerta tras ella.

-No quería que se despertara, está tan tranquila mientras duerme...

-Sí, lo sé. Verlos dormir es lo mejor en estos momentos. Cuando todo se cae, ellos encuentran el modo de arreglarlo, de disipar el miedo por un tiempo.

Dracul Tsepesh.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora