Capítulo 2

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Las estancias de la Fortaleza eran amplias, silenciosas y sombrías, con techos altos que se perdían entre las sombras. Las antorchas en los muros, con sus llamas vacilantes, iluminaban interminables pasillos de una piedra tan vieja como las cimas del Monte Oricalco.

El Maestro atravesó los corredores a paso lento, pausado. Le agradaba sentir la fuerza y el peso de la roca bajo sus pies, la serena imponencia de aquellas estancias que tantas y tantas veces había recorrido.

Todo allí era suyo. Los muros, los pasillos, los grandes vitrales, las columnas, los establos, los patios. Los conocía. Conocía cada bloque de piedra, cada baldosa vieja y gastada, cada uno de los peldaños que ascendían hacia aquellas torres que le cortaban la respiración.

Sabía que al girar al final del pasillo vería un amplio corredor flanqueado por ventanales con vistas al patio de armas. Sabía que, al cruzarlo, se toparía con una vieja puerta de roble a su izquierda y unas serpenteantes escaleras de caracol a la derecha. Sabía que debía subir exactamente ochenta y ocho peldaños hasta el piso siguiente, donde un nuevo pasillo adornado con tapices de una antigüedad indecible aguardaba. Podría haber descrito sin necesidad de mirarlas cada una de las escenas representadas. Viejos héroes formados en la Fortaleza, batallas libradas siglos y milenios atrás, y otras más antiguas aún... firmamentos negros como la tinta desde los que descendían las tinieblas.

El Maestro observó la imponente puerta al final del pasillo. Sabía que debía caminar ciento nueve pasos exactos para alcanzarla, pasando junto a una oquedad en la pared y una columna con una grieta cuya forma siempre le había hecho pensar en una espiga.

Sí, conocía aquel castillo.

Era parte de él. Era su hogar, su único y verdadero hogar. Solo él podía verlo.

Sus aprendices jamás lo entenderían; pese a todo lo que les había enseñado, jamás podrían apreciar lo que la Fortaleza había hecho por ellos. Ninguno había cambiado realmente. La mayoría habían llegado allí como huérfanos, pequeños vagabundos que él y sus hombres rescataron de una muerte segura en las calles. El Sindicato los había alimentado y formado, los había templado como un buen acero, convirtiéndolos en profesionales capacitados que ofrecían un servicio de gran valor al reino. No todos lo habían conseguido, claro. El entrenamiento era duro, como no podía ser de otra forma, descartando con celeridad a los que no estaban destinados a convertirse en miembros de pleno derecho. Era lo correcto.

Si había una lección que el Maestro confiaba que todos hubieran aprendido, era que, tanto en la Fortaleza como en el mundo, solo los fuertes sobreviven.

Algunos lo habían entendido, por supuesto, pero incluso aquellos que lo hacían no eran como él.

Nadie era como él.

Aiden, pese al talento innato que poseía, se había convertido en un ser amargado y gris que renegaba de todo cuanto el Sindicato le había enseñado. Hágnar era uno de los más grandes prodigios que la Fortaleza había visto, un luchador sin igual, y aun así su más grande fracaso, un borracho incapaz de superar las cosas que había tenido que hacer para convertirse en un gran guerrero. Alberion, el letal Cazador, solo se había quedado con las habilidades para matar que la Fortaleza enseñaba. Pese a que muy probablemente era el mejor guerrero del continente, un hombre al servicio del mismísimo rey de Ilmeria, el orgullo, la pasión y la verdadera lealtad hacia aquellos muros le eran ajenos. Ni siquiera Jenna, la única que apreciaba y disfrutaba su trabajo, era diferente. En el fondo seguía siendo una chiquilla temerosa que ocultaba sus miedos bajo un falso barniz de superioridad.

No, nadie era como él.

Nadie amaba aquel lugar del modo que él lo hacía. Todos los recuerdos del Maestro, desde que tenía uso de razón, giraban en torno a la Fortaleza. Había nacido allí. Jamás llegó a saber cómo, jamás supo si algún viejo miembro del Sindicato lo llevó hasta allí cuando era apenas un bebé, o si alguna de las pocas mujeres que se ganaban el tatuaje y la espada lo dio a luz en algún rincón del castillo. No importaba. La Fortaleza era su hogar, su madre.

Crónicas de Kenorland - Relato 9: DesafíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora