Capítulo 3

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—Queridos míos —sonrió Rángfrid Lothsson, el maestro, abriendo ambos brazos con teatralidad—, bienvenidos al Palacio de los Dioses.

Alayna tuvo que detenerse unos segundos en medio del descomunal vestíbulo, observando en todas direcciones con los ojos tan abiertos que le dolían. Se dio cuenta de que estaba agitada. Su pecho subía y bajaba con fuerza, incapaz de contener el ritmo de su propia respiración. Aquel lugar era enorme, gigantesco, demasiado para ser real. Sentía vértigo. La inmensidad de semejante espacio se cernía sobre ella de un modo casi físico, oprimiéndola con todo su monstruoso peso. Ran y Esken, de pie a su lado, tragaron saliva.

—Por los dioses... —susurró Ran, con un gesto que era una mezcla de espanto e incredulidad.

Alayna la entendía a la perfección. El vestíbulo era tan absurdamente grande que los muros se veían lejanos e imponentes como acantilados blancos ascendiendo hacia el infinito. Todo allí era blanco. Los suelos, con baldosas tan enormes que un ejército se podría haber parado sobre ellas; las columnas, gruesas y altas como montañas, llenas de intrincadísimos diseños cuyo patrón era incapaz de discernir; los colosales balcones curvos que rodeaban el vestíbulo, suspendidos a lo que parecían ser kilómetros del suelo. Todo era de un blanco brillante, artificial, impoluto a un extremo que dañaba la vista.

El maestro echó a caminar a través de aquella interminable llanura blanca, señal de que debían hacer lo mismo de inmediato.

—El Palacio ha servido de residencia a los reyes y a la más alta nobleza desde el origen de los tiempos —les explicó alegremente—. Es un recinto tan grande que podría albergar a toda la ciudad, pero solo los héroes y clanes más importantes de Iörd han tenido el honor de establecerse al interior de sus muros. —Los miró por encima del hombro, sonriente como siempre—. Esken, ¿puedes decirme por qué esto es así?

Esken, un muchacho alto y robusto de cabellos dorados, asintió quedamente.

—El Palacio fue habitado antaño por los dioses. Luego de que retornaran a los cielos tras la Krag-daggran, la Gran Guerra Final, dieron su bendición a los héroes sobrevivientes para que lo hicieran su morada.

—Así fue —asintió Rángfrid—. Y de la sangre de esos héroes nacerían los primeros líderes del clan Yngvin, antepasados de Údlrick el Legislador, primer rey de nuestra tierra. Por supuesto, no fue nada fácil instalarse aquí definitivamente. —Los ojos púrpuras del maestro se clavaron en Ran—. Ran, querida, explícanos por qué.

Ran se aclaró la garganta, cautelosa. Era una joven de pequeña estatura, pero llena de energía y vitalidad, con una larga trenza pelirroja cayéndole por la espalda.

—Los dioses mismos construyeron este palacio, lord Lothsson. —Tenía un acento rústico que Alayna había aprendido a identificar como el de las clases más bajas del Norte—. Cuando lo abandonaron, autorizaron a los hombres para que lo habitaran, sí, pero los clanes lo vieron como un lugar sagrado que solo los más fuertes podrían reclamar como suyo. Se libraron guerras, algunas para convertirlo en un templo, otras para decidir quién lo tomaría como sede. El clan Yngvin resultó vencedor, estableciéndose aquí como guardianes del Norte.

—Pero los Yngvin, en su sabiduría, no hicieron oídos sordos a las nobles propuestas de sus rivales —agregó el maestro—. No solo convirtieron el Palacio en su solar, sino que también abrieron sus puertas al pueblo como el recinto sagrado que es. Hoy por hoy, hasta el más humilde de los campesinos puede acudir aquí a orar. —Rángfrid observó los alrededores con veneración—. Los dioses nos regalaron este lugar. Aquí estamos más cerca de ellos que en ninguna otra parte del mundo. Es sabio permitir que todos puedan rendirles tributo con oraciones y sacrificios.

Crónicas de Kenorland - Relato 9: DesafíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora