Capítulo 5

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Había pasado casi un lustro desde la última vez que Aiden había asistido al Consejo de la Fortaleza. La ceremonia, sin embargo, continuaba siendo tal y como la recordaba, hasta en el más mínimo detalle.

Los miembros del Sindicato en activo se acomodaron en dos filas enfrentadas, formando un corredor hacia una formidable mesa de ébano lustrado. El Maestro estaba sentado a su cabecera, escoltado a izquierda y derecha por los instructores del castillo. Dos grandes cofres, uno plateado y otro dorado, ocupaban el centro de la mesa. Un libro increíblemente alto y pesado, a su vez, reposaba junto a los cofres, con un juego de plumas de halcón sobre su tapa.

Se hallaban en la Sala de los Héroes, una estancia abovedada algo más pequeña que el Gran Salón, pero el doble de fastuosa. Los suelos eran de un mármol tan pulido y brillante como un espejo; los muros, unos inmensos bloques de granito recubiertos de innumerables espadas, escudos y estandartes. Aiden sabía que aquellos eran trofeos, el botín de guerra de cientos de batallas en las que miembros del Sindicato habían luchado, triunfado y muerto siglos atrás. Pero, tal y como Byron les dijera ese mismo día, vivían tiempos más modestos. Muy pocos guerreros del Sindicato recorrían los caminos en la actualidad, y las oportunidades de llenarse de gloria en combate habían decaído a lo largo de los años.

El Maestro, por supuesto, no prestaba atención a nada de aquello. Para él, la gloria del Sindicato siempre sería eterna. Si había algo que Aiden podía asegurar sobre él, sin temor a equivocarse, era que estaba enamorado de aquellas malditas piedras.

—¡Guerreros del Sindicato! —los llamó en ese momento, con voz llena de orgullo—. ¡Les doy la bienvenida a nuestro Consejo!

Todos guardaron silencio, firmes en sus posiciones. Aiden vio que, a excepción de él, todos llevaban un fino saco de terciopelo en cada mano, uno rojo y otro azul. Reprimió una mueca de desprecio al ver aquello. Sabía que tanto Ferl como los demás instructores lo estaban observando.

—Como cada año —continuó el Maestro—, compartiremos el pan y el vino en esta antigua sala, rodeados de la gloria y el esplendor de aquellos que nos precedieron. Pero antes, las normas de nuestra orden deben respetarse. Honremos todo lo que este castillo nos ha enseñado presentando nuestros tributos. ¡Bran! ¡Al frente!

Bran el Tuerto abandonó su posición en la fila. Aiden lo siguió con la mirada mientras avanzaba hacia la mesa. Era un sujeto de contextura mediana, cabellos oscuros y rostro de halcón. Su aspecto habría resultado de lo más corriente de no ser por el gran parche de cuero que le cubría el ojo derecho. Por un breve instante, su ojo sano, negro como la noche, se cruzó con los suyos. Aiden hizo una mueca. No olvidaba que Bran y Cadwyn, otro miembro de segunda orden, habían secundado a Ferl Hojalarga el día anterior.

—Bran, llamado el Tuerto, miembro de segunda orden de vuestra organización —se presentó Bran, inclinándose en una perfecta reverencia—. Siguiendo los mandatos que todos los que nos hemos ganado esta espada debemos cumplir, me presento humildemente ante vos para ofrecer tributo. —Abrió el saco de terciopelo azul, derramando una lluvia de escudos de plata sobre uno de los cofres—. Plata para contribuir al mantenimiento y las provisiones del castillo. —Abrió el segundo saco, el rojo, volcando su contenido en el cofre dorado—. Oro para engrosar las arcas del tesoro. La deuda estará saldada. Hasta el próximo año.

Bran volvió a inclinarse. Aiden notó como su único ojo volvía a posarse sobre él, esta vez con una mezcla de burla y desprecio que lo hizo apretar los dientes.

—Acepto tu ofrenda, Bran —dijo el Maestro, señalando hacia un lado—. Ahora, firma el Libro de los Hermanos para dejar constancia.

Bran se enderezó con un movimiento que hizo recordar a un felino desperezándose. Con un fuerte tirón extrajo la espada de su funda. El orihalcón y la plata de las Runas resplandecieron cuando alzó su mano libre, haciéndose un corte limpio y profundo sobre la palma. Sin siquiera parpadear, Bran abrió el libro, deteniéndose en una de las últimas páginas. Luego tomó una de las grandes plumas de halcón, y así, sirviéndose de su propia sangre, plasmó su nombre sobre el pergamino.

Crónicas de Kenorland - Relato 9: DesafíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora