Capítulo 1

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El húmedo viento chocaba contra su rostro mientras el barco se agitaba con el movimiento de la marea. Los barcos jamás la habían mareado, a diferencia de a su hermano Nethal. Él siempre que viajaba tenía que ir pegado a la borda para evitar que su asqueroso vomito ensuciase toda la cubierta.

El aroma de las flores de Tarcto comenzaba a invadir sus fosas nasales a pesar de encontrarse todavía a cientos de kilómetros de su continente natal. Había pasado más de una década desde la última vez que había puesto un pie sobre él y aún recordaba los inmensos campos de flores de todos los colores imaginables zarandeándose levemente con las brisas del viejo continente, pero luego de la muerte de su esposo no tenía razón para quedarse en Zaal. Le había dado dos hijos, pero ambos fallecieron poco después de nacer. Luego de eso Karlint se había olvidado de ella e invirtió prácticamente todo su dinero en la revolución industrial. Cuando ella había llegado a Therin le había impresionado lo avanzadas que eran las personas ahí. Claro, había oído historias acerca de la ciudad en constante crecimiento, pero jamás se habría imaginado que sería así y que con cada año empeoraría. Cada que Aavaros completaba una vuelta al sol rojo, la ciudad de Zaal por lo menos había duplicado su tamaño, y para cuando se fue la ciudad del auge de la tecnología era tan grande y contaba con edificios tan altos que desde abajo apenas y se filtraba la luz del sol entre ellos.

Ella había dejado de salir de su casa, o mejor dicho, edificio con la llegada de los robots; era algo para lo que no estaba preparada y le había pedido a su esposo que no permitiera que esas criaturas la atormentaran, por lo que él compró un edificio completo solo para ellos, donde la tecnología parecía arcaica comparándola con lo que había del otro lado de la puerta, y aún así le parecía excesiva.

El inmenso océano que se agitaba levemente frente a ella reflejaba las tonalidades del sol rojizo. Ya estaba menguante, lo que significaba que el invierno estaba por llegar. Eso la asustó un poco. Aún recordaba lo fríos que eran los inviernos cuando había vivido en Tarcto, pues ahí no contaban con calefactores como en la ciudad del auge; su única fuente de calor eran las chimeneas dentro de las casas, y con suerte alguna cobija hecha con pieles de animales.

Lady Laysyl había nacido en una familia pudiente, los Rasais, quienes aún gozaban del fruto de sus ancestros que habían dedicado sus vidas a desarrollar el pueblo, y a pesar de sus riquezas pasaban frío durante los largos inviernos de Aavaros.

Habían pasado años desde la última vez que había estado sobre el mar, y sin embargo seguía igual de hermoso; brillando rojizo durante el día y negro durante las noches. Ese era su quinto día desde que había dejado Therin. Un barco navegado por la gente de su palacio había atravesado el océano hasta el otro continente durante doce días solo para recogerla, pues las embarcaciones tan modernas de la ciudad del auge no podrían llegar hasta Tarcto. Los puertos del viejo continente eran demasiado pequeños para que semejantes embarcaciones pudiesen siquiera acercarse.

Para que su tierra natal prosperara Laysyl pasó los últimos diez años trabajando con su difunto esposo, pero siempre hubieron obstáculos, y al final el único avance que habían logrado llevar al otro continente había sido la máquina de vapor; un inmenso aparato que se trasladaba inmensamente más rápido que los caballos y que era capaz de albergar al menos veinte veces más las personas que cargaba una carroza común.

Era algo completamente extraño y sumamente difícil de construir, pues las llamadas vías debían de ser transportadas desde Zaal, ya que eran imposibles de fabricar en Tarcto; el metal no existía ahí. El viejo continente era un páramo de plantas y chozas, con inmensas extensiones de campos florales, pero las montañas o cavernas de donde se extraía el metal en la ciudad del auge eran completamente inexistentes.

Tarcto - Los pormenores de AavarosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora