Steve no era una persona con demasiadas mañas. Era un hombre humilde capaz de adaptarse a las circunstancias, así que siempre actuaba pensando en lo más cómodo, lo más lógico. Ese no era el modo de vida que podía tener con Tony Stark.
Tony amaba el drama. En realidad, Tony ERA el drama. Steve a veces pensaba que sacaba las cosas de quicio no porque le importaran, solo quería ver su reacción. Pero el ingeniero loco era tan buen actor que no tenía forma de probarlo.
Había aprendido a las malas a no meterse jamás entre una hamburguesa con queso y Tony. Pensó que era broma hasta que estuvo a punto de perder un dedo. En momentos así se preguntaba si en lugar de con un millonario medio trastornado estaba conviviendo con una alimaña gruñona.
Había días que Steve quería incendiar el desastroso laboratorio y echar la llave. Aquello no tenía arreglo. Igual que no lo tenía su pelo.
Pero entonces veía a Tony en medio de su taller, armonizando de manera estrafalaria con el desorden.
Lo veía disfrutar con esa sonrisa de gato relajado cuando al fin le metía el primer mordisco a su hamburguesa. Y la forma en que sus rizos ingobernables brillaban a la luz del sol.
Veía su sonrisa feliz, la sonrisa que le invitaba a participar en aquel armónico desastre, la que le llenaba los pulmones de aire.