18 de Marzo del 2008, Nueva York. Manhattan.
Con nerviosismo, sus delgadas y temblorosas manos guardaron en el interior de su amplio bolsillo el trozo de papel desgastado y arrugado que tantas veces había leído. Sus ojos, casi tan negros como la noche, buscaron ansiosos detrás de los cristales de sus gafas alguna figura conocida entre el gentío aglomerado en los andenes del tren aquel viernes por la mañana.
Era hora punta y los miles de trabajadores que madrugaban para coger el transporte público pasaban raudos y veloces por su lado, empujándolo hacia los grandes pasillos de azulejos blancos que suponían la salida de la estación.
Agarró la maleta con sus dos manos mientras intentaba no pisar a nadie con las pequeñas ruedas que le ayudaron con el peso. El sonido del tren de las 07:30 llegando a la estación amortiguó los incesantes murmullos de los pasos ajenos y en menos de cinco minutos la brillante y cegadora luz del sol se dejó ver a través de los grandes ventanales acristalados que formaban la entrada a la estación de cercanías.
Una vez afuera, Andy dejó su maleta parada en la acera, junto a sus pies, para evitar posibles hurtos y sin más dilación levantó ambas manos para detener un taxi. Casi al instante, un llamativo vehículo de color amarillo aparcó a su lado.
El conductor, un hombre de mediana edad con una sobresaliente y redonda barriga, cargó su escaso equipaje en el maletero, abriéndole la puerta con una petulante sonrisa, como si de algún modo pudiese oler el dinero en su costosa ropa de diseño. Una vez dentro, los avariciosos ojos del hombre le miraron a través del espejo retrovisor mientras empujaba la llave y arrancaba el coche.
—Avenida 9, casa Douglas. —Cómo si de la palabra mágica se tratase, el taxista arrancó el vehículo, uniéndose inmediatamente al inmenso número de coches que circulaban por las principales vías de Manhattan.
El viaje se hizo largo. No era la primera vez que visitaba Nueva York. En realidad, hacia tan solo unos meses desde la última vez que había puesto sus pies en aquella ciudad. Sus lacios cabellos castaños se balancearon sobre su rostro, tapándole sus ojos mientras se reclinaba más en el asiento para amortiguar los baches. Con fastidio, se colocó su viejo gorro verde oscuro, ocultando, casi su totalidad, su cabellera.
Sí. Justo hacía casi cuatro meses desde la muerte de Anthony Douglas, el que había sido cabeza de la familia hasta su muerte. Con determinación, sacó el papel azulado que guardaba en su bolsillo, desdoblándolo y clavando su mirada en las letras doradas que se inclinaban sobre el papel.
"Les invitamos a nuestra boda, que tendrá lugar el 27 de Marzo en...".
Se sabía de memoria la tarjeta, que seguía dando todas las instrucciones pertinentes sobre el lugar y lo que se debía hacer para confirmar su asistencia a la celebración. Abajo, con letras pulcras y finas, los nombres de Christopher Douglas y Keith Mathew se entrelazaban con dos anillos plateados.
Andy llegaba con más de una semana de antelación, algo inaceptable bajo casi cualquier circunstancia. La repentina muerte de su padre, seguida de la lectura del sorprendente testamento, había echado por tierra todos sus planes y, gracias a su progenitor, aquí estaba, perdido en medio de Nueva York sin tener ni idea de lo que le esperaba en su futuro inmediato.
Era más que obvio que Christopher Douglas no esperaba su confirmación para la asistencia; y no podía culparle. Aun siendo parientes lejanos, primos terceros, según tenía entendido, el contacto entre ambas ramas de la familia había sido prácticamente inexistente en sus veintitrés años de vida.
Con un frenado algo brusco, el taxi se detuvo frente a una inmensa verja de metal monitorizada con tres cámaras estratégicamente colocadas. Pagándole al conductor, sacó él mismo la maleta del coche, despidiéndose con un cansado ademán y acercándose a la verja para llamar al timbre. La respuesta no se hizo esperar.
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Anhelos perdidos [Extracto]
عاطفيةEthan McNearly, hijo de un borracho irlandés y de una prostituta, vivió su infancia entre ladrones y rateros. Entre asesinos y camellos. Junto a él solo permanecieron su hermana Jess y su mejor amigo, Colin. Nadie hubiese apostado un dólar por ellos...