Cinco: Atando cabos

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Con un chorriante velón entre las manos y a regañadientes, Harper fue escoltada por Irene al cuarto donde se hospedaría.

La puerta era de hierro oxidado, su material tan desgastado que las bisagras lloraron al abrirla. El número tres yacía pintado sobre el gris y el cobre.

Al entrar, Harper dejó el único objeto que confería iluminación al espacio reposando sobre una cómoda vieja junto a la cama.

—Si necesitas algo más, lo que sea, no dudes en llamarme —dijo Irene mientras le ofrecía unos cobertores doblados—. En serio, lo que sea —reiteró en un susurro al acercarse más a ella hasta llegar la boca a su oído—. Estaré doblando el pasillo —dicho esto, caminó hasta la puerta y cerró dando un portazo.

—Vaya mierda —masculló Harper al sentarse en la orilla de la cama y por el eco del sonido descubrir que era de resortes.

Como parecía no tener otra alternativa, se sacó la chaqueta aún húmeda por la lluvia, se recostó con cuidado de no hacer mucha bulla y puso los cobertores bajo su cabeza para usarlos como almohada. El colchón era duro como concreto y en el aire se percibía un inquietante olor a guardado, aún así, intentó aportar algo positivo al momento; al menos ahí dentro no hacía frío.

No pudo evitar meditar cómo su día y sus planes vacacionales habían dado un giro de ciento ochenta grados en tan solo unas horas. Pensó en Armando dejándose sobornar por unos billetes y en las divinas sensaciones que recorrieron su cuerpo entero durante dos polvos consecutivos dentro de un coche.

Exhalando, se enfrascó en recordar a Armando, específicamente cuando le preguntó «Harp, ¿Qué travesuras planeas tras este chantaje?», se imaginó que el chófer estaba ahí con ella, quizás sentado a un lado de su cama o mirando por la ventana, y empezó a contar.

—Pues bueno, nos ha negado techo un viejo decrépito dizque dándoselas de correcto cuando a leguas pinta que antaño cambió a sus hijas por par de vacas, caminé tanto que mis zapatos prácticamente no tienen suelas y me matan los piés, me he quedado sin pitis, no sé dónde coño andará mi sugar, me toca quedarme en una mansión cutre con una anciana demente, unos tíos que no se sabe si son parientes o amantes y una puta rara que me tira los tejos; sensacional, Armando, justo como lo planeé. Por favor, ya que alguien venga y me mate.

Al finalizar su dramático monólogo, se sacó el cigarrillo que le quedaba tras la oreja y acercó la punta a la llama del velón. Justo en ese momento un trueno corrompió la hermosura del silencio, indicando que la tormenta no había terminado, sólo se estaba tomando un break.

Harper se sobresaltó, por supuesto, se había acostumbrado ya a que sería una noche sin tanto tormento, solo de insomnio porque tres locos habitaban la misma mansión en penumbras y no sería capaz de pegar ojo. Lo único que podría mantenerla medianamente tranquila era la nicotina, y estaba consumiendo calada a calada su última dosis.

Mientras miraba las figuras abstractas creadas por el humo que escapaba de sus labios, escuchó sonar un celular. Frunció el ceño mientras se guiaba por su audición y encontró la pantalla encendida bajo la tela de su chaqueta.

Por un momento había olvidado que Donovan le había dejado el celular. Miró la pantalla un instante; mostraba la foto de una mujer rubia de ojos pardos y debajo del ícono ponía «Gabriela Esposa». Harper quiso ignorarlo, pero se le imposibilitó cuando el dispositivo siguió timbrando.

—¿Bueno? —descolgó.

—¿Hola, papá? —respondió una voz infantil—. Tú no eres mi papá.

Harper río al percibir su tono extrañado.

—No, cielo, soy Harper, una... Compañera de trabajo de tu papi. Su secretaria. Se ha dejado el móvil en la oficina por equivocacion.

MOTEL MORTALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora