1. Narcisos.

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Narcisos.

Definitivamente, no su flor favorita, pero siendo honestos, ninguna lo era.

No es que odiara las flores particularmente, extrañamente solía disfrutar de las rosas que crecían en los jardines de las señoras mayores, cuidados con tanta dedicación y amor que le daban envidia, de los pabellones llenos de flores salvajes que se abrían paso entre el concreto y humo de la ciudad, del olor dulce y terroso de las florerías junto al cementerio y de los girasoles que tanto se empeñaba a cultivar el vecino.

Sí, a él le gustaban las flores.

Excepto, claro, cuando se tosía pétalos blancos en medio de la noche.

Mucho menos cuando narcisos completos comenzaron a rasgar su garganta, raspando todo su esófago y laringe hasta llegar a la palma de su mano, y él no pudo hacer más que mirar la pequeña e inocente flor entre sus dedos, aún un poco cubierta de su propia saliva y quizás un poco de su propia cena. Su mano temblaba vergonzosamente, y su pecho subía y bajaba rápidamente, tal vez por la tos, tal vez por el pánico, y la luz que entraba por su ventana desnuda era apenas la necesaria para hacer brillar los pétalos blancos que no había notado en su almohada.

Decidió que era un sueño, un muy mal sueño y que despertaría en cualquier momento. Esto no podía estar pasando, no otra vez. Así que se deshizo de cualquier evidencia de que alguna vez sucedió, había tenido suficiente tortura viendo los pequeños y aterciopelados pétalos blancos en su mano, por lo que solo los aplastó y envió directo al bote de basura.

Para su mala suerte, la magia no existe, todos despertamos de los sueños y el destino es implacable.

La flor no se movió en toda la noche, ¿cómo podría? No estaba viva, al menos no más porque eso solo significaba que había más creciendo en su interior en esos mismos momentos, que no solo era una semilla colada en sus pulmones para hacerlo sufrir, sino que había algo más, algo vivo dentro de él que raspaba contra su estómago y sus pulmones y que en definitiva, estaba robándose el aire que respiraba, acaparando avariciosamente el oxígeno que debía, por derecho, ser suyo. Un parásito, una enfermedad, una sentencia. Casi podía sentirlo creciendo en su interior, cada rama abriéndose paso en sus pulmones como si de sus malditos bronquios se tratasen, cada hoja abriéndose en las puntas como si estuvieran en el parque, cada capullo formándose y solo podía esperar que no hubiera también un gusano listo para deleitarse con ese manjar. Tal vez se estaba adelantando un poco, pues si él sabía algo era que todo requería tiempo, por lo que sin duda podría morir en cuestión de años. Daba igual, él ya estaba condenado.

Sin embargo, eso no quitaba las repentinas náuseas al ver su cama con pequeños pétalos blancos que seguramente salieron de su boca durante la noche, y la flor que sin duda no se había movido durante la noche y lo miraba retadora desde la cima de papeles arrugados en su bote de basura.

Estaba condenado, eso era un hecho, porque si sus sospechas eran ciertas, no había nada que pudiera hacer para solucionarlo.

¿Se puede amar tanto a los muertos que llega a enfermar? ¿Es posible aferrarse tanto al pasado? ¿Qué se supone que haga si su otra mitad, todo lo que alguna vez amó yacía en una tumba?

¿Acaso él, Frank Castle, aún era capaz de amar?

Se dejó caer de nuevo en el colchón viejo y sucio del pequeño departamento en el que se estaba quedando, mirando las manchas de humedad en el techo, preguntándose como carajos había llegado a ese punto después de tantos años, como es que María, después de tiempo aún se abría paso en el camino sinuoso de su corazón. Decidió darle solo un último vistazo al narciso en la basura, aún resplandeciente y fresco como si no hubiera estado sin agua toda la noche, y soltó un suspiro. No había nada, absolutamente nada que pudiera hacer para corregir la situación y quizás, solo quizás, había comenzado a contemplar la oportunidad que el destino le extendía. Había vivido por y para María y moriría de la misma forma.

Another Love [Fratt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora