U N O

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Habían pasado cuatro años desde que el mundo se fue a la mierda. Para algunos, el fin del mundo surgió tan rápido como la aparición de la palabra "extinción" en un diccionario. Para otros cuantos, el apocalipsis marcó una nueva era; la era de "purificación de la humanidad". Una 'humanidad' regida por la ley del más fuerte, una 'humanidad' compuesta de seres despiadados que a diario asesinaban, saqueaban, torturaban a otras personas con el fin de satisfacer sus propias necesidades.

La naturaleza también había reclamado el extenso terreno que le pertenecía, ahora la vegetación local pintaba de verde y café los rascacielos Newyorkinos. Las avenidas antes transitadas se habían infestado de caminantes sin rumbo; hombres, mujeres y niños que habían caído víctimas de la enfermedad incurable. Se decía que el virus era tan fuerte, que desde el primer contacto empezaba a hacer efecto sobre los organismos de sus portadores.

Primero comenzaba con náuseas, náuseas que hacían a sus estómagos rechazar todo alimento ingerido en las primeras doce horas de contagio. Pasada una hora más, esa pequeña parte del cerebro que indicaba a la persona cuando debía conciliar el sueño, se desactivaba. Al primer día, si es que el infectado sobrevivía a la falta de energía, su cuerpo se enrrojecía. Mientras tanto en sus cuerpos, los derrames y ampollas ganaban terreno entre calambres casi insoportables.

Pasadas veintiocho horas se suspendía la habilidad de rozanamiento pero a las treinta y dos horas, era cuando el caos se desataba.

Los sentimientos y toda capacidad de sentir empatía por otro ser vivo desaparecía, el hambre llenaba sus intestinos y los transformaba en seres insaciables. Y eso, junto al desarrollo de un nuevo metabolismo acelerado, posiblemente fue la peor combinación del mundo. De esa manera se extinguió la mayoría de la humanidad. Y perros callejeros.

Con el tiempo, los no enfermos comenzaron a apodarlos 'zombies', haciendo referencia a las criaturas ficticias de las películas.

Los infectados y el instinto de mantenerse con vida habían llevado a los no infectados a cruzar por una cuerda floja sobre la estabilidad; una cuerda floja de la que si resbalabas, no había vuelta atrás. No había nada que pudiera salvar tu caída al vacío.

Por eso, Oliver se aseguraba de construir muros de confianza y cariño al rededor de los que amaba; quería protegerlos de la oscura realidad que conocía tan bien como la ropa sucia que ocultaba bajo su cama. Quería ver a salvo el pequeño grupo de personas que el difunto líder de la base había dejado en sus manos.

Había pasado veinte meses en compañía de otros supervivientes, y siete como el líder que exitosamente había logrado protegerlos. Oliver era fuerte, sin embargo, parecía que haciendo frente al ejército que cruzaba el horizonte, todo lo que habían soñado estaba por llegar a su fin.

Una base cercana que acababa de quedarse sin recursos había descubierto su ubicación y armado para comenzar un saqueo. Oliver observó a través de la mira de su arma al hombre que los lideraba, había escuchado sobre él en rumores; su nombre era Alejandro. Alejandro era rudo, alto, alguien de facciones intimidantes. Pisando sus talones desde el costado derecho había un muchacho más bajo que él; de piel tostada, cabellos turquesa y varios tatuajes coloridos plasmados en hombros, cuello y parte del rostro. Entrecerró sus ojos azules sin apartar la atención del chico, estaba seguro que ese chico ejercía el cargo como mano derecha.

Intentaba concentrarse en planear alguna estrategia que pudiera ayudarles, sin embargo, el miedo le impedía apartar la atención de su enemigo principal. Le parecía imponente.

Tragó duro imaginando la triste derrota contra aquella multitud.

-Piensa, Oliver. Piensa.

Llevó ambas manos a sus cabellos alborotados y los apartó de su rostro, mirando desde su sitio como los hombres de su base despedían a sus familias. Le partió el corazón saber que ellos estaban dispuestos a dar su vida; sentía que no merecían pasar por cosas como la que estaban por vivir. Nadie lo merecía, pero por desgracia nadie podía cambiarlo; era la cruda primera ley que regía el nuevo mundo.

Cuando el mañana nos consumióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora