« No te vayas, por favor... »
« No me dejes solo, no podría hacerlo sin tí. »
« ¡ESTEFANI...! »Despertó alarmado, sintiendo su cuerpo sudoroso y los ojos hinchados por el sueño. Aclaró su garganta sintiendo los bordes rocosos de los escombros lastimar su espalda y bufó levantándose a acomodar su cama. Se incorporó en el espacio reducido cuidando no golpear su cabeza y volvió a acomodar el montón de cobijas, lanzándolas casi desinteresado al pequeño cúmulo de rocas. Dió unos cuantos golpes a su cama improvisada y se acostó una vez estuvo conforme.
Quiso cerrar los ojos, pero no pudo dejar pasar desapercibido el frío. Tembló sintiendo el aire helado traspasando el lugar, ingresando desde la parte trasera de su refugio. Sus manos se aferraron a su torso y su gesto se tornó una expresión incómoda; se sintió vacío.
Un año no le había sido suficiente para acostumbrarse a la soledad de la nueva vida. Un año era bastante.
Ignorando la corriente de aire que acariciaba sus cabellos, se sentó al interior de la pieza de concreto a la que llamaba hogar. Lo que antes era el tramo faltante de una tubería en construcción, ahora se había vuelto el escondite ideal contra infectados y otros supervivientes. Solo había hecho falta arrancar una lámina de los tejados cercanos, conseguir una lámpara y robar un par de sábanas para que su refugio estuviera listo.
Un agujero en el suelo con provisiones se había vuelto su caja fuerte y una tabla mal cortada con la palabra "Bienvenido" su sonrisa al llegar agotado cada tarde. Generalmente estaba bien con eso pues con otras tantas cosas en la cabeza, la falta de compañía se recorría a la menor de sus preocupaciones.
Torció la boca, sacando con las últimas energías que le quedaban los trozos de ladrillos que no lo dejaban conciliar a gusto el sueño.
Enrrolló una de las cobijas para ponerla bajo su cabeza, extendió el resto y se envolvió torpemente en ellas antes de volver a quedarse dormido.
Descansó cómodo por varias horas, hasta que un malestar extraño en sus pies lo hizo recuperar el sentido. Gracias a la luz de la luna y el dolor punzante pudo imaginar lo que sucedía; algo estaba mordiéndolo. O acababa de hacerlo. Tragó sus propios latidos esperando por lo que más quisiera, que no fuera una serpiente. Se sentó despacio entre las mantas divisando la enorme silueta de algo que se encontraba afuera y con mucho cuidado, tomó uno de los cuchillos de cocina que descansaban a su costado.
Palideció. Desde su lugar podía escuchar la fuerte respiración de la criatura que se encontraba afuera. ¿Y si era un lobo? Sus latidos se agitaron mientras él pensaba qué hacer; si salía corría el riesgo de ser atacado pero si se defendía, era seguro que atraería a los infectados con los aullidos del animal. Inseguro, el ex-periodista levantó el cuchillo.
Se preparó, pero el torbellino de pensamientos se detuvo cuando el animal comenzó a olfatearlo en lugar de arrancar sus dedos.
Se paralizó y después, sintió como comenzaba a lamer sus manos.
La expresión alarmada que había mantenido se volvió curiosa al observar la silueta volver a sus zapatos maltratados. Fue metiendo lentamente sus pies, sintiendo como el intruso seguía sus botas. Finalmente, reuniendo todo el valor dentro de su ser buscó la lámpara y la sostuvo con firmeza preparando el arma en la mano contraria. La encendió.
Un hocico enorme y unas mejillas bigotudas se quedaron estáticas antes de volver a buscar aquella mano para lamerla. Los ojos del hombre brillaron ante la ternura y sus mejillas se ruborizaron.
Al descubrir que el superviviente no era peligroso, el enorme San Bernardo comenzó a mecer su cola. Algo en él lo atrajo, lo sintió cálido.
-Hola, perrit...
No pudo terminar pues antes de que pronunciara aquella última palabra, el enorme canino se adentró al refugio, aplastando su cuerpo y apartando la lámina en el proceso. Cuando la lámpara cayó, el animal se echó confianzudo sobre el pecho agitado de su nuevo acompañante.
El hombre se quedó estático escuchando como afuera, la tormenta empezaba a mojar la callejuela. No hizo el intento de apartarse, tampoco lo atacó. La compañía inocente del animal le resultó reconfortante.
El perro lanzó un bostezo y después se removió contra las mejillas del superviviente, pidiéndole que lo acariciara. Los brazos del pecoso rodearon temerosos la cabeza del animal y comenzaron a acariciar sus orejas esponjosas en busca de tranquilizarlos, a ambos. Rió suavemente al darse cuenta que se había quedado dormido.
-Owww, eres un buen perro... Un perrote hermoso.
Suspiró enternecido antes de quedarse dormido bajo el animal que lo relajaba con sus ronquidos. Para Oliver, sentirse intranquilo y amenazado formaba parte de su rutina diaria. Sin embargo, junto al calor ajeno se sintió reconfortado y feliz. Sintió incluso que lo había encontrado; su ángel de la Guardia.
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Cuando el mañana nos consumió
PertualanganOliver es un periodista establecido en San Francisco, con una corta pero sobresaliente trayectoria laboral y una pasión por la verdad que han llevado su carrera a la cima. ¿Su mayor pecado? Robar café y galletas de la máquina expendedora cada que su...