Día Cinco: Cambiaformas.

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PARTE II

Aemond resopló y tensó la mandíbula. No volteó a ver a Lucerys temiendo que hubiera una expresión de burla en su rostro.

De nuevo colocó los dedos en las teclas del pianoforte. No estaba del todo afinado y se lo había dicho al castaño pero él había insistido.

"Toca una canción para mí."

Por un segundo se arrepintió de haber admitido que podía tocar el instrumento… Pero, mierda, el brillo en sus ojos le había causado una calidez que tenía años sin sentir. Después de tanto tiempo viviendo en una helada oscuridad… Lucerys era como recibir el verano y dejar entrar el sol.

Habían visitado ya varios salones y habitaciones y el castaño se impresionaba con todos y cada uno como si estuviera presenciando una maravilla. No le importaba el polvo o el desgaste. Ni siquiera las pinturas rasgadas y roídas por las ratas y otros insectos. Aemond se preguntó si su sorpresa sería aún mayor si le hubiera mostrado el castillo cuando estaba en su máximo esplendor… aunque, siendo realista, quizá ni siquiera se habría tomado la molestia de fijarse en Lucerys.

Ahora entendía mejor las palabras de la hechicera que lo había convertido en bestia.

Empezó a tocar los primeros acordes de una melodía que le gustaba bastante. Antes de la maldición era diestro en varios instrumentos. También era excelente bailarín y leía libros sin descanso… Todo para perseguir el ideal de ser perfecto. Un príncipe hecho y derecho… Pero ahora era poco más que un animal deforme y gigante. Torpe. Sus dedos aplastaban las teclas sin piedad y terminaba echando a perder las notas, equivocándose una vez más y terminó azotando las teclas provocando un sonido estridente y atónico.

Arrugó la nariz y soltó un gruñido frustrado. Solo quería hacer algo. Algo que pudiera impresionar a Lucerys, que lo ayudara a sentir al menos un poco de admiración… algo que lo hiciera merecedor de su emoción y su sonrisa pero no podía. Era solo una bestia, un monstruo estúpido…

Lucerys se sentó a su lado en el banquillo. Apenas cabía en el espacio pero no le importó apretarse contra Aemond un poco.

— ¿Cómo es…? — preguntó y presionó algunas teclas, imitando el primer acorde de la canción lentamente. Aemond lo miró en silencio y solamente volvió a tocar con una mano las teclas correctas. Lucerys lo imitó y sonrió — Qué bonito. Me gusta cómo suena.

— Está desafinado — murmuró la bestia — Hace… mucho tiempo que no lo tocaba…

— ¿Y te gustaba…? — siguió repitiendo las mismas notas. Aemond asintió una vez — A mí también me gusta… Mi padre trabajó con una familia adinerada cuando mi hermano y yo éramos pequeños… Es carpintero. Y… nos llevaba con él — empezó a explicar con una sonrisa pequeña — Ellos tenían un pianoforte y la señora de la casa tocaba todo el tiempo… Una vez me descubrió espiándola y me dijo que podía enseñarme a tocarlo… Pero papá terminó su trabajo antes de tiempo y nunca pude aprender — se encogió de hombros y Aemond se sobresaltó un poco cuando lo miró de pronto — Así que gracias por enseñarme aunque sea esto.

Otra vez esa calidez hizo acto de presencia en su corazón y Aemond sintió que los latidos aumentaban un poco más. Dudó pero al final se atrevió a tomar la otra mano de Lucerys para ponerla sobre el teclado y le indicó otra secuencia sencilla que podía tocar. Verlo sonreír era increíble pero escucharlo reírse cuando se equivocaba… Aemond nunca había escuchado un sonido más bello.

Conforme el sol se acomodaba en el punto más alto, su luz entraba por los vitrales coloridos de la biblioteca en la que estaban. A pesar de la capa de polvo que los cubría, los colores eran nítidos y de inmediato captaron la atención de Lucerys que no tardó en abandonar sus pequeñas lecciones para así observar los patrones de color que se reflejaban en las estanterías y el suelo.

Lᴜᴄᴇᴍᴏɴᴅ Wᴇᴇᴋ ₂₀₂₃Donde viven las historias. Descúbrelo ahora