Prólogo.

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Aún recuerdo la primera vez que sucedió.

Veía la televisión con Liliana, mi hermana menor, mientras mi madre peinaba a Edgar en el sofá. Estábamos esperando a que mi padre volviera del trabajo para ir a cenar, sin embargo, el destino tenía planes diferentes para nosotros.

La puerta se abrió de golpe y con ello entró la desgracia a nuestras vidas.

La pulcra camisa blanca que mi padre solía llevar los viernes a la oficina estaba cubierta de manchas amarillentas que combinaban con el color enfermo de la piel de su rostro. Sus ojos desorbitados inspeccionaron la sala de estar antes de entrar tambaleante.

—Óscar... —Mi madre se levantó de su asiento con las piernas temblorosas y se acercó a mi progenitor—. ¿Qué te pasó? —Hizo ademán de acariciar el fino rasguño que atravesaba la mejilla izquierda de mi padre, pero él se apartó con brusquedad—. ¿Quién te hizo daño?

—Nadie —respondió a la defensiva.

La actitud chocante que Óscar mostraba en ese momento era contradictoria a la amabilidad que solía caracterizarlo. Mi padre era conocido como un hombre de bien, inteligente, responsable y trabajador. Los vecinos lo saludaban todas las mañanas con rebosante alegría y cualquier persona que tratase con él terminaba por decir maravillas.

—Entonces dime qué sucede. —Insistió Erica. Su semblante proyectó la preocupación que sentía. Se acercó a mi padre en otro vano intento por palpar la herida y de nuevo obtuvo su desprecio—. ¿Estuviste bebiendo? ¿Y las manchas de tu camisa son de vómito?

—¡Deja de molestarme! —gruñó Óscar con voz ronca.

—¿Qué está sucediendo contigo? ¿Qué es tan malo para no querer contárselo a tu esposa?

—¿En realidad quieres saberlo? —Caminó con rapidez hasta donde se encontraba mi progenitora y la sujetó del cuello bruscamente, llevándola a la pared más cercana para aprisionarla con su cuerpo—. Ese maldito de mi jefe me despidió esta mañana. —Soltó su cuello y ella inhaló profundamente para recuperar el oxígeno.

Los oscuros ojos verdes de mi madre se llenaron de lágrimas. Se liberó de la pequeña prisión formada por los brazos de Óscar y tosió varias veces, mientras lo miraba con desprecio.

—No vuelvas a tocarme —dijo en voz baja.

—Descuida, no volveré a hacerlo. —Levantó el rostro para carcajearse. Pequeñas gotas de saliva salieron disparadas de su boca antes de que recobrara la postura y regresara su atención a mi madre—. No eres suficiente mujer para mí, por eso tuve que cogerme a la esposa de mi jefe... en su propia oficina.

—¿Cómo... pudiste? —preguntó mi madre con voz temblorosa mientras apretujaba su estómago con ambas manos. Entonces vomitó.

Óscar la miró despectivamente, sin un ápice de arrepentimiento. El hombre que un día consideré un superhéroe se convirtió en el peor de los villanos. 

Nuestro hogar quedó sumergido en el silencio. Erica limpió las comisuras de su boca con el dorso de la mano y se irguió. Edgar, de apenas cuatro años de edad, quien aún no comprendía la situación, se levantó del sofá donde estaba a medio peinar y caminó hacia mi padre en un vano intento por abrazarlo. Óscar, repudiando el contacto de su hijo, lo empujó con brusquedad, ocasionando que el pequeño cayera de bruces sobre el suelo, haciéndose daño en sus manos. 

Edgar lloriqueó tan fuerte como sus pulmones se lo permitieron, lo que provocó que mi padre hiciera ademán de golpearlo de nuevo, pero fue Erica la que recibió el golpe cuando se atravesó para detener la violencia. 

  —¡A mi hijo no lo toques, maldito! —Gritó mientras un hilo de sangre escurría de su boca. 

—Bien, a él no lo tocaré. —Aferró ambas manos a la castaña cabellera de mi madre y la obligó a hincarse frente a él a pesar de que ella estuviese llorando y suplicando que la soltara—. Pero tú debes aprender a no levantarme la voz. —Estrelló su puño contra el mentón de mi madre, la cual cayó de bruces al suelo escupiendo más sangre.

Esa noche, algo dentro de la mente de mi madre se quebró. 

Cargué a Lili en brazos y le pedí a Edgar que me acompañara a su habitación. Él continuaba llorando con fuerza, lo que impulsó a nuestra hermana menor a sollozar sin siquiera comprender la situación. Sus lágrimas lograron que mis ojos también se humedecieran, pero mantuve la postura para no asustarlos más de lo que ya estaban. 

Le pedí a mi hermano que cuidara de Liliana y que no salieran de la recámara sin importar el escándalo que se escuchaba. Edgar asintió, no muy seguro de entender mis instrucciones, y cerré la puerta que separaba el pequeño refugio de la violenta escena en la que se encontraban nuestros progenitores.   

Erica yacía en el suelo con los brazos extendidos en un inútil intento por detener la golpiza. 

Una patada en las costillas, un grito.

Un golpe en el rostro, una súplica.

Una carcajada, una lágrima. 

En ese momento, sin la presencia de mis hermanos menores, permití que las lágrimas mojaran mis mejillas. Mi padre pareció no darse cuenta de que estaba ahí, observando cada uno de los golpes que descargaba sobre el menudo y frágil cuerpo de su esposa. 

 —Por favor... —susurró mi madre.  

Corrí contra el cuerpo de Óscar para intentar derribarlo, pero sólo conseguí llevarme un golpe en el trasero cuando reboté contra sus fornidos músculos y caí al suelo. Sin embargo, con mi estúpida acción, conseguí llamar su atención y que cesara los brutales golpes contra la mujer casi inconsciente. 

—Eres un cabrón —dije desde el suelo. La furia corría a través de mis venas mezclada con la sangre ardiente de mi sistema—. ¡Déjala o te arrepentirás!  

—¿Y qué harás Marcela? ¿Llorar? —Se bufó con el mismo descaro con el que reveló su atroz acto carnal—. Una niña de doce años no puede hacer nada al respecto.       

—Ya no soy una niña —respondí con los dientes apretados. 

—¿No? Ya lo veremos —dijo con una sonrisa maliciosa. 

Sujetó mi coleta con rudeza y me obligó a caminar por delante de él a través de la casa. Llegamos al jardín trasero, donde pilas de ladrillos y tablas de madera oscura descansaban sobre el césped. La negrura de la noche se cernía sobre el cobertizo en construcción, el cual me llamó a susurros, como si supiese el malévolo plan que mi padre tenía en mente. Subimos los dos escalones y forcejeé para liberarme, pero sólo conseguí que su agarre se intensificara y lastimara mi cuero cabelludo. Con brusquedad, me hizo caminar hacia el pequeño armario de madera en una esquina. 

—¡No, no! —Chillé mientras me retorcía bajo su poder—. ¡Por favor no!

Abrió la puerta.       

—¡Por favor! —Grité aterrorizada. 

Me empujó dentro del pequeño prisma rectangular de madera que olía a humedad. 

—Eres una malcriada —respondió ante mis súplicas—. Y debo castigarte para que aprendas una lección.

Tras mencionar aquellas palabras, cerró la portezuela y echó el cerrojo, dejándome en la oscuridad.



Gritos de soledad [.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora