Capítulo 9.

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Los recuerdos comenzaron a recobrar su nitidez... emergiendo desde la parte más oscura de mi mente.

Mi madre gritando.

De pronto, comenzó a irradiar una luz blanca, cada vez más y más deslumbrante. Todo mi cuerpo empezó a arder con intensidad, hasta que el repiqueteo de un objeto contra el suelo me hizo abrir los ojos.

Me encontraba en una habitación que olía a alcohol medicinal y, a un lado de la cama, había un electrocardiograma que se acompasaba al ritmo de los latidos de mi corazón.

Estaba viva.

Frente a mí, había una mujer de baja estatura y amplias caderas. Su cabello rubio estaba amarrado en un nudo y tenía una cofia sobre su cabeza.

«¿Una enfermera? —me pregunté, confundida.»

—Lamento si la desperté, señorita Rivas —dijo con una amplia sonrisa, mientras se agachaba para levantar la hoja de historia clínica—. ¿Se encuentra bien?

Asentí, disparando un dolor intenso y palpitante en la parte posterior de mi cuello. Dejé escapar un gemido de dolor y, por mero instinto, me encogí en la cama, esperando un golpe de mi padre.

Sus amables ojos centellaban con una reflexiva calma cuando se acercó y acarició mi brazo con gentileza.

—Nosotros la cuidaremos durante algunos días.

—¿Por qué estoy aquí? —pregunté con brusquedad, ignorando su amable comentario—. ¿Y por qué tengo una extraña sensación en mi garganta?

—Su estado era crítico cuando ingresó al hospital —respondió con la misma serenidad—. Si no hubiésemos realizado el lavado gástrico, usted hubiera muerto.

—¿El qué?

—Lavado gástrico... ya sabe, enjuagamos su estómago para extraer los medicamentos que consumió.

Había escuchado hablar sobre aquél procedimiento, sin embargo, mi rostro desubicado fue el motivo perfecto para que la enfermera me diera una breve explicación.

El método consistió en introducir una sonda por mi boca, la cuál llegó hasta mi estómago, sin embargo, debido a la gran cantidad de pastillas que había en mi cuerpo, primero debieron introducir suero salino, para que mi estómago se llenara de agua y el medicamento se diluyera. Después succionaron todo el contenido para guardarlo en un envase transparente que había en el extremo externo de la sonda. Así pudieron ver de forma directa el líquido de mi estómago y comprobaron la presencia de los medicamentos que ingerí. Tuvieron que realizar ése paso varias veces para así enjuagar toda la cavidad de mi estómago y dejarlo limpio de posibles tóxicos.

Tragué saliva, asqueada por imaginar el procedimiento, pero sólo conseguí empeorar el malestar de mi estómago.

Habían lavado mi estómago y, por ende, arruinado mi suicidio. No sabía si estar molesta, o realmente agradecida.

Di vuelta hacia la izquierda y me encontré de cara a la ventana, debido al brillo de la bombilla de la habitación, lo único que conseguí fue ver la oscuridad de la noche y mi demacrado reflejo.

—Será mejor que descanse, señorita —Aconsejó, esta vez luciendo una mueca—. Mañana vendrá una psicóloga para hablar con usted.

—¿Una psicóloga? —pregunté perpleja—. ¿Por qué?

—No es normal querer suicidarse —dijo con desagrado—. Su madre estará cuidándola durante la noche.

Se acercó a la ligera puerta blanca de la habitación y la abrió para hacer una señal a alguien en el pasillo. El repiqueteo de los zapatos de aguja de mi madre hizo eco a lo largo de su caminata hasta que se detuvo frente a mi cama.

Gritos de soledad [.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora