CAPÍTULO 2

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Otro día comenzó, pero no es diferente a los demás en realidad, es como el mismo día repitiéndose en un bucle. Yo sé que pasaron tres semanas desde que mi madre decidió marcharse de aquí, para mí nada había cambiado, incluso la falta de comida o el olor a muerte no representaban alguna diferencia en mi mente, ya existían desde que llegué a esta casa. Por otro lado, mi cuerpo tenía exigencias que no se parecían a las mías, por ello solía buscar alguna voz humana a la que pueda pedir ayuda, solo para encontrarse con el vacío de una casa de puertas y ventanas cerradas, donde no hay un rastro de vida ni esperanza.

Hace días estuve buscando entre cajas algo de comer y encontré a un ratón de peluche que me acompañaba cuando era bebé. Era Max. Y las circunstancias en que él llegó a mi vida guardan similitud con la forma en la que yo llegué a vida de mi mamá.

La madre de Sara puso el peluche en la caja donde yo estaba, yo era el regalo para su hija, dada su reciente ruptura amorosa. Eso quiere decir, que el destino de mi peluche y el mío se había decidido mucho antes de poder opinar al respecto, pero no era momento de recordar lo que nos trajo hasta aquí, porque el sol estaba por llegar a mi ventana y, aunque estuviera nublado, yo esperaría su llegada con paciencia.

No vino.

El sol se había alejado de mi ventana y de mis sentidos para seguir por su camino, rumbo hacia un lugar diferente, para el que yo no había nacido. Así que volví con Max, que últimamente me estuvo diciendo algo que resuena en mi mente -solo estas retrasando lo inevitable, se te acabó la comida hace mucho, y solo tienes un pedazo de carne en la cocina. Sin agua del baño y sin comida en tu plato morirás pronto- ¿acaso habla de mi mamá? ¿cómo se le ocurre? De todos modos, ya da todo igual.

Como siempre, había llegado la noche, que, a pesar de tener millones de estrellas en el cielo, permanecía siempre oscura. En el día solo una estrella era la causante de mi felicidad.

Max me observaba mientras dormía y sentía que me hablaba, no se callaba. Su voz se convertía en ruidos que lastimaban mi mente, gritos y gritos que me decían que lo hiciera. Por varias horas soporté la tortura, pero a las 6 de la mañana me desmoroné... y cedí, bajé a la cocina sin pensamientos, solo con mi instinto, y comencé a comer la carne de Sara. En ese momento aun me ayudaba a mantenerme con vida, como lo hizo desde que yo era bebé, entre leche y croquetas de ese entonces, no había comprendido cuánto me amaba. Me hubiera gustado que ella se haya tenido la mitad de ese amor. Por la ventana me parecía oír su voz hablándome y a los árboles pronunciando su nombre. 

La mente de un gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora