Decidió que su manera de vivir no le convencía, no le hacía feliz y, afrontando las consecuencias que aquello pudiera ocasionar, guardó en una maleta todo lo que era, todo lo que había sido o le habían permitido ser y se aventuró hacia un universo inexistente para él hasta entonces. Lo que un día anheló conseguir se había convertido en un cúmulo de experiencias que no tenía con quien compartir. Daniel decidió enfrentarse a sus miedos, dio un giro a su vida, a la existencia tal y como la percibía y descubrió que hay mucho que sentir y conocer en el mundo, en las personas, en las ciudades, en sus barrios y sus calles, sitios en los que nunca había estado aun habiendo vivido en aquellas urbes durante años.
Su miedo a equivocarse y su categórica visión de la vida le habían cerrado la puerta a todo lo que no era lógico o convencional, a la sorpresa, a lo desconocido, al desafío. No era hombre de dejarse llevar por los sentimientos, razón por la cual se demoró en descubrir que ocultaba mucho más en su interior de lo que era capaz de apreciar.
Daniel Álvarez trabajaba para una de las más prestigiosas industrias de Estados Unidos, que compraba empresas al borde de la quiebra y las vendía desglosadas en partes. No sólo contaba con un sueldo alto, sino que ganaba más en comisiones de lo que muchos trabajadores en dos o tres años. Trataba de ser honesto en sus negociaciones, pero, a veces, la presión que recibía por parte de sus jefes no le dejaba opción. Trabajaba y vivía sumido en una jerarquía absurda en la que cada uno tenía un papel. El suyo consistía en comprar al menor precio, ofrecer acuerdos que sólo favorecían a su empresa sin importar lo que esto pudiese suponer para sus clientes, mentir si era necesario, urdir planes a menudo desconsiderados y no tener piedad, pues la la piedad en su mundo era sinónimo de debilidad.
Ahora vive en un apartamento al lado de la playa en la costa de Cádiz. Daniel persiguió un sueño y puso todo su empeño en conseguirlo, pues tenía la certeza de que su esfuerzo sería recompensado algún día. Sin embargo, con el tiempo comprendió que no todo lo que deseamos nos hace feliz.
A menudo baja a la playa con su caña. Siempre le gustó pescar, pero nunca había tenido tiempo. Cuando se sienta en la arena blanca, recuerda. El mar evoca momentos de su pasado; unos, buenos; otros, no tanto. Dirige la mirada hacia el horizonte y contempla la inmensidad de esa extensión azul e interminable. Su vista se pierde en las puestas de sol magníficamente pinceladas, cuyos colores desaparecen entre las aguas y aquel faro que divisa a lo lejos.
El viento de levante comienza a soplar con fuerza despeinando el flequillo en el que acaba su abundante cabellera castaña. En otra época se hubiese disgustado, pero, ahora, no le importa que el aire le revuelva el pelo, ni estar cubierto de la fina arena dorada que se cuela por los bolsillos del pantalón gris tipo cargo que hoy viste, ni llevar el olor a pescado incrustado en la piel de las manos y en el tejido del forro polar, ni le preocupa lo más mínimo la opinión que su aspecto despierta en los demás. Ha cogido algo de peso, cosa que no le disgusta. El tiempo es un regalo que muy pocos aprecian y que, por fin, él valora. Ha retomado el ejercicio físico, responsable de la masa muscular que ha adquirido; la pesca, que no practicaba desde niño; la dedicación a la gente que realmente cuenta. Recoge la caña; hoy no ha pescado nada, pero no le importa, ya cogerá algo otro día.
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Ángeles terrenales
RomansaDaniel, un ejecutivo cuya única meta es alcanzar la cima en su empresa, cree tenerlo todo hasta que aparece Ángela, una chica que intenta capturar los momentos mágicos que nos ofrece la vida. Sin dejarse atar por convencionalismos, Ángela deja fluir...