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Iván siempre creyó que tenía mala suerte.

Nacer como un omega era la clara prueba de que su fortuna nunca sería buena, y todo el mundo se empeñó en recalcárselo desde el principio.

Luego de que su madre muriera en el parto, y ser criado por un agresivo padre alcohólico que le echaba la culpa por haber matado a su madre, confiar en las personas nunca estuvo en su naturaleza.

Por supuesto, frente a las personas se comportaba como correspondía debido a su condición: sonriente, alegre, bromista. Sumiso. Obediente. Pero, por dentro, se sentía morir un poquito más cuando algún alfa daba un paso hacia él, aun con la más pura de las intenciones.

Debido a ello, creció completamente rodeado por la soledad, tanto la impuesta en su pequeño hogar como la que se impuso él mismo en el colegio. Apenas conoció lo que era el cariño, la ternura, el calor, y creía firmemente que esos sentimientos no eran para él.

Más aún cuando ocurrió su primer celo a los trece años, y se sintió tan asqueado de sí mismo por ello, de lo que ocurría con su cuerpo en esos días. Su padre le gritó que era un maldito omega asqueroso, que sólo pensaba en abrirse de piernas para los demás.

Su celo fue, además, el detonante para que su padre decidiera dejarlo abandonado meses después.

Iván podía comprenderlo, a medias: un alfa no podía hacerse cargo de un omega en su celo, sin importa si éste fuera su padre, y de alguna manera entendía que, quizás, su padre lo echó para protegerlo de él mismo.

Por lo que, a punto de cumplir los catorce años, se convirtió en un omega vagabundo que trataba de sobrevivir como fuera, abandonando toda zona de confort, incluida la escuela.

A Iván no le importaba, tampoco. Nunca se destacó como alumno, y al no tener amigos de verdad, no era como si fuera a echarlo de menos.

Su vida era una mierda, sin embargo, seguía sonriéndole a la gente como si nada, a pesar de que la gente lo mirara con desagrado al ver a un omega sucio y con las manos llenas de tierra. Debido a todo el tiempo que pasaba en el parque, siempre miraba, acariciaba y olía las flores que allí crecían.

Le encantaban todas las flores del lugar, todas las flores que podía encontrar. De alguna triste forma, se sentía identificado completamente con ellas: pequeñas, bonitas, pero frágiles, capaces de recibir daño por cualquier parte.

Entonces, cuando tenía dieciséis años, lo conoció.

No fue un encuentro amable. No fue un encuentro dulce.

Fue brutal, porque Iván olvidó su celo, no tenía inhibidores, no alcanzó a llegar a su escondite bajo un puente, y un alfa lo descubrió escondido en un callejón gracias al rastro de feromonas que dejó.

El alfa lo marcó allí mismo, a pesar de sus súplicas, de su llanto, y lo declaró como suyo desde ese día en adelante.

Por supuesto, poco podía hacer en esa situación. En esa sociedad donde el alfa regía y el omega era pisoteado, sólo podía asentir ante cualquier orden dada.

Iván recordaba esa calurosa tarde en que firmó su contrato de bodas, de forma inerte, mientras su recién declarado alfa lo sostenía por la cintura.

Tardes después, mientras ambos yacían recostados desnudos sobre la cama luego de haber follado, su alfa le dijo que lo quería y sus mejillas eran, para él, encantadoras.

Avergonzado, Iván le dijo que no bromeara.

Su corto matrimonio fue así: palabras suaves de vez en cuando, encuentros amorosos pocas veces, sexo rudo la mayoría del tiempo, y cuando Iván se portaba mal, cuando cometía un error...

𝗞𝗜𝗟𝗜𝗚 ¹ (𝗿𝗼𝗱𝗿𝗶𝘃𝗮𝗻)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora