Las pulsaciones en su cabeza le marean, le hacen perder aquella estabilidad que tanto le había costado encontrar para poder siquiera sentarse en el suelo.
Había pasado toda la noche observando el contenido de esos discos. Un video tras otro. Memorias insignificantes que poseen un peso significativo en su corazón. Videos, en los cuales la mayoría el protagonista era un hombre de rasgos gatunos, anteojos redondos y corto cabello obscuro que contrasta con lo pálido de su piel.
Su voz llena sus oídos. La sonora risa, esas caninas sonrisas y miradas cómplices. De repente se siente vacío.
Entonces alza la mirada del viejo televisor. Un mural de colores suaves, terrosos, cremas. El sol que ilumina sus mañanas y la luna que lo arropa antes de dormir. Viejas manchas de humedad fueron cubiertas de ligeros trazos que bailan sobre la pared, opacadas por nuevas y espantosas heridas.
Ah, mierda. Le duele la cabeza.
Ignoró el ardor en su interior, ese que grita y se desgarra pars hacerse notar, y subió a la cama. Antes de dejarse caer sobre el desgastado colchón rebuscó entre los cajones de la mesita de luz, incesante. Rompió el aluminio de las tabletas. Uno, dos, cuatro, siete, catorce, veinte. Y alcanzó como pudo esa pequeña botella de vidrio translúcida de líquido sin sabor.
—¿Me vas a dejar soñar contigo esta vez? —pregunta, suspirando y mirando las estrellas del techo, cansado—. He sido bueno, me merezco una despedida.
Nadie respondió. Nadie lo haría, y JeongHan lo sabe. Tal vez sólo quería ser oído un momento.
—Dame al menos las buenas noches, bastardo. Siempre te las he dado.
Silencio. Cerró sus ojos rendido, sin molestarse en abrirlos o apagar el televisor.
«¿Qué? ¿Qué quieres…? ¿Las buenas noches a plenas siete de la mañana? Ah… Buenas noches, mi amor».
—Buenas noches para tí también, WonWoo.
«Te quiero, Hannie».
