El sonido del amor por Ann

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—Che, ¿cuál es el sonido del amor?

—Su-supongo que los latidos del corazón ¿no?

—¡Una canción de Arjona, por supuesto!

—¡Retira ya mismo lo que dijiste!

—Estaba jodiendo...

—Que pregunta más rara, Meli ¿Porque queres saber eso?

—Porque... me dio curiosidad, nada más. Tal vez ustedes sabían algo.

—No creo que el amor tenga ruido. Es silencioso, ¿no? Mudo.

—No... el amor grita... ¿no lo escuchan? Esta gritando ahora mismo...

****

Había un motivo para que Melina preguntara por el sonido del amor.

Nunca se lo había dicho a nadie, pero ella veía menos de lo que todo el mundo pensaba.

Sus anteojos de marco negro, que de por sí ya tenían mucho aumento, no le servían desde ya casi dos años. Su vista era empañada, borrosa. Distinguía rostros, claro, pero solo de cerca. Leer era casi imposible. Casi siempre pegaba la nariz al libro, y descifraba las palabras. Sabía que debía ir a un oculista, pero no quería. El mundo era cada vez más borroso, pero no lo admitiría. ¿Era testarudez, era orgullo, era estupidez? Probablemente todas. Tal vez ninguna. No sabía que era lo que tenía. Había buscado en internet, pero los resultados habían sido vagos. Lo que le daba miedo era la posibilidad de quedarse ciega, pero eso no ocurriría, ¿verdad?

¿Verdad?

Melina escuchaba. Hacía años que escuchaba. Casi siempre tenía auriculares en sus oídos. Cerrando los ojos, la cabeza inclinada hacia atrás, su largo cabello negro cayendo alborotadamente, tamborileando sus largos dedos despreocupadamente, tarareando. Así la veían todos. Así era ella.

Ella no podía ver, así que escuchaba. Así mantenía su secreto. Era un milagro que nadie la hubiera descubierto. Tal vez, simplemente se debía que era una buena oyente. Así hacía todas sus tareas: escuchando. Funcionaba con casi todas las materias, excepto con educación física y literatura.

El problema con literatura era que no podía responder de memoria. Su profesor exigía elaboradas respuestas pensadas, que demostraran que habían entendido. Ella entendía, y se las arreglaba. La gente había asumido que tenía una letra horrible y  ya, no sabían que escribía de memoria, que realmente no veía las palabras, que solo recordaba los movimientos de su mano. Que se salía de la línea porque no la veía.

Pero cuando le pedían que escribiera un relato... Melina necesitaba escuchar algo. Música, melodía, sonido, algo, para escribir una historia. Tenía imaginación, pero no salía sola: necesitaba inspiración. Sin inspiración, no podría pensar en nada.

La tarea era escribir una historia de amor. Eso era todo. Era un trabajo de diagnóstico, había dicho su nuevo profesor en la primera clase. Para saber cómo manejaban la literatura, o algo así. Ella había escuchado cuatro horas con diez minutos y cincuenta y cinco segundos de canciones románticas, pero no se le había ocurrido nada. ¿Cuál era el  sonido del amor?

¿Cuál?

Ese era el motivo por el cual había preguntado.

****

—¿Tampoco se te ocurre nada? —pregunto Melina a Rafael que, lapicera en mano,   contemplaba una hoja en blanco desde hacía más de media hora. Ella se encontraba en una situación similar, incapaz de pensar en su relato. Debía entregarlo en tres días y debía tener como mínimos cuatro carillas.

Cuentos de ErosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora