Por María O.

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Todas las noches, Amanda volvía derecha a casa después del trabajo. Nunca se quedaba a charlar, no salía de copas con sus compañeros ni iba a pasear con sus amigos. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación, saliendo solo para comer o para ir al baño. El resto del tiempo lo dedicaba a leer. Leía, leía y leía el mismo libro una y otra vez, hasta que los ojos le escocían, la cabeza le zumbaba y las manos le empezaban a temblar. Solo entonces se concedía unas cuantas horas de sueño; pero en cuanto despertaba, apenas tardaba unos segundos en sumergirse de nuevo en su lectura.

Leyó tantas veces aquel libro que llegó a aprendérselo de memoria y entonces empezó a sentir un vacío en su interior, algo profundo y oscuro, un ansia que crecía cada vez más amenazando con engullirla. De pronto ya no le bastaba con releer aquella misma historia, aquellas mismas palabras, indefinidamente. Necesitaba algo más. Necesitaba que la historia continuase. Es más, necesitaba "formar parte" de esa historia. Y así fue como empezó su idílico romance con Esteban.

Se encontraron por primera vez en el bosque, junto al río, el mismo día en que la alegre y lluviosa primavera dejaba paso al risueño verano. Él estaba de rodillas, inclinado sobre las aguas cristalinas, refrescándose, con el rostro oculto por sus rizos de azabache. Ella se acercó sigilosa con la intención de sorprenderlo; pero algo debió de intuir el muchacho pues, tras quedarse inmóvil un instante, se puso en pie de un salto, girando sobre sí mismo con gracia felina al tiempo que desenvainaba su reluciente espada. Al verla allí, sorprendida y admirada, su expresión cambió de súbito, la máscara desafiante dio paso a una sonrisa tan dulce que nuestra protagonista notó cómo sus piernas temblaban y temió caer al suelo allí mismo.

El joven volvió a envainar el arma y se acercó resuelto a ella. La conocía, llevaba mucho tiempo esperándola, solo a ella, a su amor verdadero. Amanda estaba radiante de felicidad. Esteban la montó en su corcel y la llevó al palacio real. Se trataba de un inmenso edificio construido con una piedra rosácea de extraña belleza, plagado de torres, arcos y hermosas ventanas con vidrios de colores.

La gente sonreía y les vitoreaba mientras atravesaban las calles empedradas de la ciudad. A su alrededor todo era gozo y emoción porque, de algún modo, todos sabían que aquella joven desconocida estaba destinada a casarse con su príncipe y a gobernar a su lado con justicia y sabiduría.

Aquella noche se celebró una gran fiesta a la que todo el mundo fue invitado. Amanda fue conducida a su habitación, una estancia de ensueño, donde unas amables doncellas la ayudaron a arreglarse y vestirse. Cuando, pocas horas después, entró en el salón del brazo de su apuesto prometido, estaba irreconocible. Llevaba un majestuoso vestido bordado de oro y plata, los cabellos recogidos cuajados de perlas y sobre su pecho brillaba un cristal mágico, regalo de Esteban como muestra de su amor. La música empezó a sonar y la joven pareja abrió el baile. Todos los invitados habían acudido con sus mejores galas, pero mientras giraban en medio de aquella nube de colores y perfumes, Amanda pensaba que no podía haber nada en aquel mundo tan bello como su amante.

Cerca de la medianoche, los dos enamorados salieron a pasear por los jardines. Una miríada de flores exhalaba su perfume en la noche estrellada, la fresca brisa jugueteaba a su alrededor y el silencio nocturno daba a cuanto les rodeaba un aire de paz sobrenatural. Se sentaron en un banco de piedra junto al estanque, y permanecieron callados un buen rato, cogidos de la mano mientras observaban el reflejo plateado de la luna sobre el agua.

Después, con un profundo suspiro, Esteban bajó la cabeza, soltó su mano y Amanda vio que una triste y solitaria lágrima rodaba por su mejilla.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras, amor mío? —inquirió.

—Lloro porque hoy he sido muy feliz contigo y quisiera serlo el resto de los días de mi vida, pero también sé que eso no podrá ser.

—¿Por qué no? —preguntó desolada.

—Porque tú no perteneces a este mundo y no puedes quedarte aquí. Debes volver a tu hogar, antes de que sea tarde.

—¿Tarde para qué? ¿Por qué no puedo quedarme aquí contigo?

Esteban la miró con dulzura, sus ojos verdes como hojas de verano rebosantes de amor.

—Tienes una vida fuera de aquí, en un lugar donde haces falta. Llevas demasiado tiempo viniendo aquí, y si esta vez no vuelves esa vida se apagará.

—Pero yo quiero quedarme contigo —murmuró Amanda con los ojos bañados en lágrimas—. Quiero estar siempre contigo. Esa vida de la que hablas es vacía, triste y gris. Sólo cuando vengo aquí, a tu lado, soy verdaderamente feliz.

—Eso es porque te has olvidado de vivir —respondió el príncipe enjugándole las lágrimas con delicadeza—. Has dejado de ser quien eras para convertirte en aquello que querrías ser, y al hacerlo has renunciado a tu existencia, negándote a ti misma. Todo esto —añadió señalando el jardín que les rodeaba, el palacio y la ciudad— no es nada comparado con lo que tenías allí. Solo tienes que recordarlo, aprender a apreciarlo de nuevo. Debes volver a amar la vida, porque solo así podrás vivir.

—Pero yo te amo a ti, solo a ti —protestó la joven. Sin embargo, Esteban negó con la cabeza.

—No, tú te enamoraste de alguien que solo existía en tu imaginación y al hacerlo renunciaste a amar a nadie o nada más. Pero eso no es el amor, Amanda. El amor es mucho, mucho más grande que nosotros mismos, va más allá de cualquier cosa que podamos imaginar. El amor verdadero no fue hecho para encerrarse en sí mismo, sino para abrirse al mundo y a los demás. Por eso debes volver, debes recuperar tu vida, verte de nuevo a ti misma y amarte tal y como eres. Solo así lograrás amar a otros de verdad.

Amanda lloraba en silencio, pero sabía que lo que decía Esteban era cierto. Lo sabía porque su voz no era otra que la de su propia conciencia que le decía que era hora de despertar.

—¿Volveré a verte? —preguntó finalmente.

—Claro, yo siempre formaré parte de ti; podremos vivir miles de aventuras juntos, pero al final siempre volverás a casa. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? Que cada vez que te vayas, lo harás sabiendo que siempre podrás volver.

Amanda sonrió y con el último beso de Esteban abrió los ojos a la luz. Estaba en una cama de hospital, en una habitación blanca con grandes ventanales. Una enfermera le explicó que su casero la había encontrado inconsciente en su habitación, con un libro en la mano, desnutrida y deshidratada. Había pasado tres días en un coma profundo del que no sabían si despertaría.

Cuando le dieron el alta volvió derecha a casa, abrió la puerta de su dormitorio y ahí estaba el libro, en el suelo, abierto de par en par. Lo recogió con cuidado y, con un ligero estremecimiento, lo cerró de golpe y lo dejó en lo más alto de la librería. Después corrió a la ventana, apartó las cortinas y la abrió de par en par. El aire fresco entró a raudales y con él la luz del sol, los colores, los olores y los sonidos de un mundo que, si bien no era perfecto, no por ello dejaba de ser perfectamente hermoso.


Fin

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