Las luces del pasillo del hospital se encienden a la llegada de una mujer esbelta. Camina con paso firme y entra con decisión a una de las habitaciones.
— ¿Quién anda ahí? ¿Doctor? Creo que aún no es la hora de la medicación... — Una niña de no más de diez años murmura mientras se despierta.
— No soy la enfermera. Aunque sí que te voy a dar un tratamiento. — La mujer se sienta en la camilla y saca una jeringuilla del bolso. — Gracias a esto podrás descansar, lo prometo.
— ¿Quién eres? ¿Vienes por lo del accidente? No le he contado nada a nadie. Tú estabas allí también, te recuerdo. Por favor, no me hagas daño. Mis padres no lo saben.
— Me gustaría creerte cielo, de verdad. Pero nadie es capaz de callar toda la vida. Los secretos siempre se acaban contando, es una carga que se quiere compartir, por necesidad, desde luego. No te preocupes, he venido a ayudarte.
La niña busca el timbre de emergencia, aunque antes de que pueda cogerlo y pulsarlo, la mujer lo aparta y sujeta con delicadeza, pero con contundencia, su brazo. Inyecta con suavidad el líquido y presiona sobre el pinchazo para evitar el sangrado.
— Sh. Estate tranquila, cuando despiertes no recordarás nada. Igual te duele un poquito por el efecto, pero nunca mataría a alguien inocente, tengo un mínimo de principios. Ahora duérmete y toda esta pesadilla desaparecerá.
Le acaricia el pelo mientras tararea una nana y la pequeña asiente hasta quedar dormida. La arropa con cariño y se aleja con lentitud. Una vez en el parking del hospital, mira hacia la ventana de la habitación antes de entrar en el coche y desaparecer en la noche.
