9. Consecuencias

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Después de sumergir la cabeza en la fuente del jardín, para que el agua fría eliminara los rastros de su llanto, Aegon marchó a las habitaciones de Jacaerys, olvidando por completo el desayuno. Su hambre se esfumó desde su conversación con Rhaenyra y sus ganas de ver al omega oscilaban entre la expectación y el miedo a su reacción.

Prefirió dejar que sus hermanos y sobrino se enteraran por el informe oficial al mediodía a que Jace lo hiciera. Aegon decidió que lo mejor era hablar primero sobre la declaración de anoche, pues una vez que supiera de su exilio todo iría cuesta abajo. Cuando llegó a sus aposentos se le permitió acceder luego de ser anunciado. Algunas criadas salieron después de que ingresara, avisándole que el príncipe estaba terminando de alistarse y debía esperar mientras tanto.

A la luz del día y sin miedo a ser atrapado, Aegon apreció la recámara de su sobrino. Estaba impecable, con todas las ventanas abiertas de par en par, dejando que el aire fresco y la luz entrara a raudales; las estanterías rebosaban de libros, pergaminos y manuscritos, había mapas decorando las paredes, con marcas y anotaciones en ellos. Se acercó a curiosear el tocador, aprovechando que Jace se demoraba en su vestidor. Sobre la mesa de madera pulida descansaban toda clase de curiosidades, había pequeños cofres de vidrio que resguardaban joyas y diminutas estatuillas de dragones, lobos y ciervos, algunas eran torpes y burdas, otras eran mejores aunque era notorio que su creador no era un artesano. Ramilletes de florecillas se repartían sin orden alguno, solo perfumando la estancia.

Lo que más intriga le dio fue un joyero de cristales tintados y chapas de oro. Era redondeado, la tapa adornado con una delicada filigrana que emulaba hojas y pequeños frutos entre ellas, Aegon no sabía mucho de herbología pero estaba seguro que el gravado representaba el sándalo. Lo más extraño es que en su interior solo resguardaba una piedra común y corriente, a lo sumo bonita porque brillaba. Se encogió de hombros, no tenía espacio para juzgar las fijaciones de los demás, cuando su hermana coleccionaba bichos.

—Aegon.

Se giró de inmediato. Jace estaba parado en la división entre el espacio de su cama y el vestidor. Su cabello aún húmedo y su ropa era discordantemente lujosa, como si estuviera a punto de presentarse a algún compromiso real. Se veía encantador. Tenía una sonrisa tímida.

—Hola —saludó el omega acercándose de manera lenta, hasta quedar a unos cuantos pasos de distancia.

—Hola —respondió mordiéndose el labio.

No dijeron nada más por un buen rato. Aegon se apoyó en el tocador, cruzándose de brazos y sonriendo, bebiendo la imagen de Jace a la luz del sol como un moribundo al que le ofrecen una copa, mucho más ávido que cuando se emborrachaba sin sentido. Era asombroso como su simple presencia le traía consuelo, a Aegon le hormigueaba el cuerpo por rodearlo con sus brazos y esconder el rostro en su cuello, quedarse a vivir ahí por la eternidad. Tal vez esa era la razón por la que decían que las almas trascendían más allá de la vida, para nunca separarse cuando encontraban su otra mitad.

No, se corrigió, no mi alma, él es mi corazón.

—Yo quería hablar sobre ayer —murmuró Jace tirando incesante del puño de su camisa, ajeno a los vergonzosos pensamientos del alfa—, sobre...nosotros.

—Nosotros —repitió, solo un poco mareado.

—Aegon —llamó, mucho más serio, levantando la vista—. No me arrepiento de decirte te amo, pero hay más —dijo encontrando su mirada—. Y creo que...no era momento de decirlo.

Aegon se enderezó, sintiendo un desagradable peso en el estómago.

—¿A qué te refieres? —cuestionó vacilante.

Cintas y humo [Jacaegon/Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora