5. La calle de la Seda

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Esa noche Aegon se retiró a sus habitaciones más temprano de lo usual, prescindiendo de su entrenamiento vespertino. Al parecer, su demostración con Aemond sobre Sunfyer no fue bien recibida y algunos cortesanos cobardes fueron a quejarse ante el consejo. Después de una floja reprimenda del rey, helada indiferencia por parte de la reina y una mirada furiosa de su abuelo, Aegon fue mandado a sus aposentos como un niño regañado. A decir verdad, todo el asunto le había hecho más gracia que otra cosa y procuró dejar a su hermano fuera, pues a diferencia de él, no tendría consecuencias tan blandas.

La medianoche lo encontró leyendo a la luz de las velas unos de los libros que Ayasay dejó tras su partida hace semanas, un recopilado de festividades de Braavos que lo tenían intrigado. Con el invierno en su máximo esplendor Aegon prescindió de su costumbre de dormir desnudo a hacerlo con ropa de cama y arroparse bajo las mantas para leer, como si fuera un anciano. Estaba recargado contra la cabecera, un tomo abierto sobre su regazo y su mano derecha acariciando descuidadamente la gargantilla negra en su cuello, un inconsciente que hacía cuando estaba distraído.

Fue entonces que las campanas de las almenas comenzaron a tañer, las alarmas de la Fortaleza Roja resonaron por todo el castillo. Aegon se levantó de inmediato y alcanzó la daga que guardaba debajo de su almohada por consejo de Ser Arryk. El corazón le empezó a latir desbocado mientras corría hacia las puertas, que abrió de golpe, sobresaltando a sus guardias.

—¿Qué mierda está pasando? —ladró a los caballeros.

—No se preocupe por eso —contestó el que estaba a su derecha—. Debe permanecer en sus aposentos, su Alteza, por indicaciones del lord Comandante.

—Me importa un carajo —escupió—, ¿por qué están sonando las campanas? Les ordeno que me lo digan.

—Comprendo su exaltación —tranquilizó el otro—, pero el protocolo de seguridad así lo señala. No se alarme, mi príncipe, no estamos bajo ataque.

—Regrese a sus habitaciones —pidió el primero, interponiéndose en su camino—, cuando sea prudente se le informará de inmediato sobre la situación.

Aegon quiso rebelarse e ir él mismo a la sala del consejo, aunque al final cedió dando un paso atrás y cerrando las puertas a sus espaldas. Incluso si lograra superar a los guardias y entrar a la reunión, estos no le responderían, mucho menos si su madre y abuelo estaban presentes. Cerró las puertas y escuchó como el pestillo exterior era puesto. Se le revolvió el estómago.

Se paseó por sus habitaciones, sintiendo sus nervios ir en aumento cuando las campanadas cesaron. Acariciar la gargantilla no era suficiente y fue hasta su tocador a obtener el que, por mucho tiempo, fue su brazalete. El material estaba demasiado desgastado para usarlo sin romperlo así que se conformó con sostenerlo en su mano. Oyó el ajetreo afuera y se asomó de inmediato al patio de entrenamiento, tratando de obtener una pista sobre lo que estaba pasando. Vio patrullas transitando apresuradamente y para su desconcierto alcanzó a ver algunas capas blancas ondeando en la noche.

El tiempo se suspendió en el medio de su desesperación. Estaba a punto de volver a insistirle a sus guardias cuando escuchó un sonido de deslizamiento cerca de su cama, algo arrastrándose sobre el suelo de piedra. Empuñó la daga y a paso lento fue a investigar al fondo de sus aposentos, pensó en alertar a los guardias, pero no quería quedar como un paranoico si solo fue su inquieta imaginación alimentada por la ansiedad. Estaba por pasar a través de los biombos que separaban el área de su cama del resto de la recámara cuando escuchó una voz conocida.

—Te dije que era por aquí, esta es la habitación de Aegon, reconozco su pestilencia.

El alivio solo duró un instante para luego fruncir el ceño.

Cintas y humo [Jacaegon/Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora