Extra: Lo que seríamos (y no fuimos)

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A pesar de que pronto tocarían las campanadas de la medianoche, la Fortaleza Roja seguía iluminada, ruidosa y viva. Hace un rato que la celebración por el onomástico de Rhaenyra finalizó, pero algunos invitados alargaron la reunión pidiendo más vino y escapándose a los rincones oscuros del castillo, mientras los atareados sirvientes limpiaban los vestigios de la fiesta.

Aegon, en el medio del patio principal, ignoraba todo a su alrededor, sus pensamientos se reducían a la suave cinta en su mano, ahora convertida en una gargantilla. Seguía tibia por el calor de la piel de Jacaerys, olía a vainilla, humo y madera. El sonido lastimero de las palabras de su sobrino grabado en sus oídos, a pesar de ser un recuerdo, resultaba más ensordecedor que el ruido de las voces de los caballeros y criados.

Por un momento consideró solo darse la vuelta, seguir con su noche y creer en las palabras de su madre, sería más fácil y lo mejor para Jace, si Aegon no podía permitirse algo era lastimarlo. Levantó la mirada hacia la que sabía era la ventana del omega, lo había visto sentado en el alféizar cuando volaba sobre el castillo en Sunfyer. Echó un vistazo al portón por donde se marcharon sus amigos, sabía que no lo esperarían así que si deseaba alcanzarlos debía apresurarse.

Se llevó una mano a la cabeza, el tacto frío de su palma contra la piel febril de su frente le dio un poco de alivio al mareo que la borrachera le estaba dando. Ni siquiera recordaba bien la maldita historia de la que hablaba Jace, el pobre animal seguro ya había sido devorado y, con Lucerys siendo últimamente la sombra protectora de Aemond, poca gracia tendría a estas alturas la broma.

Suspiró apesadumbrado, necesitaba sentarse.

—¿Se encuentra bien, su Alteza? —cuestionó alguien a su costado.

Se descubrió el rostro y se giró a la voz, era uno de los hermanos gemelos de los Capas Blancas. Se preguntó si fue enviado por su madre para arrastrarlo a sus aposentos, la perspectiva de ser llevado en brazos hasta su dormitorio resultó tentadora ahora que el vino empezaba a afectarle. Por un instante la idea de vomitar afuera de las puertas de la reina le hizo gracia, más la furia de la que sería objeto borró toda burla, la severidad de su madre lo aterraba.

—Solo mareado —aclaró recuperando la compostura tanto como pudo.

—En ese caso debería irse a dormir, príncipe —sugirió acercándose, obligándolo a alzar la cabeza para ver su rostro—, sería peligroso que saliera del castillo en ese estado y sin supervisión.

Aegon se mofó, sentirse mareado era, por lo regular, el inicio de sus noches. Consideró desairarlo al entender que no podía detenerlo en nombre de la reina, sin embargo, el tacto del terciopelo en su mano lo frenaba.

...eres veneno que mata lo que toca con su depravación...

Se mordió el interior de la mejilla, volviendo a su debate. Todavía era alguien despreciable, y todavía quería ceder ante Jace.

—Príncipe Aegon —llamó el caballero.

El alfa gruñó irritado por la insistente compañía.

—¿Qué? —ladró frunciendo el ceño.

El hombre no se amedrentó en lo más mínimo por su tono grosero.

—Lo ofrecía escoltarlo a su habitación y enviar a una sirvienta con una infusión que le ayudará con su mareo —repitió tranquilo.

—¿Existe tal cosa? —resopló alzando una ceja, más por inercia que por interés.

—Por supuesto, una bebida amarga asentará su estómago —explicó.

Aegon de repente se encontró agotado, tal vez por la pelea, o la persistente intervención del caballero, fuera lo que fuera, drenó sus ánimos por ir a la ciudad, poco se le antojaba buscar un burdel donde lo atendieran y despertar en una cama desconocida, en especial cuando sabía que ni eso lo distraería lo suficiente para olvidar la declaración de su sobrino, nunca nadie le había dicho con tanta pasión que lo odiaba.

Cintas y humo [Jacaegon/Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora