Capítulo I

807 52 29
                                    


A veces para entender el presente hay que viajar al pasado, porque el ayer es lo único que nunca muere. Crees que se ha ido; pero en cualquier momento puede volver a aparecer y convertirse en el ahora.

Agosto del 2011

Era una noche lluviosa, las calles estaban prácticamente solas y las pocas personas que aún las transitaban lo hacían con prisa. Un hombre se acercó desde la distancia. Llevaba sombrero y un abrigo largo. Subió por la calle con paso rápido. De una zancada recorrió una distancia significativa; debía medir un metro ochenta y cinco o noventa; por lo menos, poseía unos brazos largos, musculosos. Fuertes como los de una persona que había hecho ejercicio a lo largo de su vida, pero no demasiado, no como un campeón de fisicoculturismo.

Sus ojos eran grandes y azules o quizás verde grisáceo. En la oscuridad no se logró observar detalladamente. En su mano derecha llevaba un bate de béisbol, pero escondiéndole entre su cuerpo y el abrigo.

Al final del callejón oscuro, acurrucado con mantas, encontró a un borracho durmiendo. El hombre se acercó cada vez más rápido, pasó entre la poca gente sin detenerse, y sin dudar un segundo comenzó a caminar hasta llegar a donde se encontró al tipo acostado. Lo sacudió con varias patadas.

—¡Despierta, hijo de puta! —gritó mientras continuó pateándole. El mendigo se dio la vuelta e intentó incorporarse.

— ¿Qué pasa? ¿Quién es? —preguntó. La tos se apoderó de sus palabras.

—¡SOY EL DIABLO! —respondió el abrigado hombre—. Ponte en pie, borracho—le ordenó.

El mendigo a duras penas se levantó, al mismo tiempo se tocaba más abajo de la axila izquierda con las manos llenas de mugre.

—¿Te conozco? —preguntó desconcertado.

El hombre de negro vestir dentro de su abrigo aferró con fuerza el bate, dio otra patada al mendigo haciéndolo doblarse del dolor, mientras sin hacerse esperar el bate de béisbol salió y se estrelló en la nuca del regordete borracho que de inmediato quedó tendido en el suelo. Dos, tres, cuatro, cinco... Las patadas seguían llegando a su destino. El hombre respiró profundo, recuperó el aliento y salió del callejón con rapidez. En minutos regresó, con el vehículo, se bajó con prisa y corrió hacia el mendigo.

Estaba incrédulo, aquel momento era su fantasía recurrente de semanas. Pensó en cada detalle con anterioridad; por ejemplo, no podía dejar ADN porque era la forma más segura de identificar a la persona que cometía un delito. Debía asegurarse de no dejar ninguna huella, por eso llevaba los guantes puestos desde que salió de casa.

Él era meticuloso, y por eso pensó que los delincuentes eran estúpidos, siempre tratando de ocultar el crimen cuando lo único que debían hacer era ocultar las evidencias que los relacionaran.

Por otro lado, reconsideró no utilizar nada que perteneciera a marcas que solía usar, a menos que las marcas fuesen muy genéricas. Para él, lo mejor era ir de compras a una tienda lejos de casa o a un lugar grande donde fuese menos probable ser recordado. Pagó en efectivo; botó cada recibo, bolsa y empaque de las compras. Después del crimen pensaba en deshacerse de todo lo que compró, tan rápido como fuese posible. Nunca estaría demás tener una buena coartada, incluso cuando estaba seguro de que no sería involucrado; aunque es difícil tener una buena cuando eres un pobre diablo. Si tienes dinero, entonces puedes fingir un viaje y hospedarte en un hotel sin cámaras, no habría ningún registro de salidas, pero sí uno de entrada. Pero daba igual, él era un hombre casi de la calle, al igual que el borracho.

Debía darse prisa; no deseaba que el auto fuese el único carro que estaba en las calles durante la fuerte tormenta. Se le había hecho más fácil de lo que pensó. Era más que eso; era el hecho de haber perdido la razón lo que lo llevaba a jactarse de que jamás iba a ser culpado por el crimen.

MALO HASTA LOS HUESOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora