Capítulo II

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El presente es tan corto que la flor que no se apreció hoy, mañana estará muerta.

27 de julio de 2023.

Un hombre de ojos azules como el mar recorrió la habitación con las manos entrelazadas sobre la cabeza. Cruzó la pared blanca adornada con seis cuadros de Corot; las obras radiaban una calma que contradecía su creciente intranquilidad. Se acercó a la ventana, que curiosamente era la misma habitación en la que se encontraban sus pensamientos más oscuros. La ansiedad le sacudía las manos y tensaba su estómago, como si una tormenta estuviera gestándose dentro de él. Un cosquilleo extraño se instalaba en su garganta, un presagio de lo que estaba por venir.

En múltiples ocasiones, había dejado salir un enojo desmesurado, una cólera que se desbordaba ante la mediocridad de los seres que lo rodeaban. En ese instante, aborreció a la gente. Odió a todos aquellos que trabajaban para él. Ninguna persona parecía merecer su beneplácito; cada uno era un recordatorio de su frustración.

¿Por qué mostrar piedad hacia los ineptos que lo rodeaban?

Porque había que ser inepto para permitir que ocurriera la desfachatez que tenía al hombre hecho una fiera.

Finalmente, el individuo en cuestión deslizó la ventana hacia un lado, dejando que el aire fresco acariciara su rostro mientras contemplaba el jardín de la casa. Fuera, sus empleados se movían como sombras distantes, ajenos a la tormenta que rugía en su interior. Sus ojos, inyectados de irritación y resplandecientes con una furia silenciosa, reflejaban el fuego que ardía dentro de él; las mejillas enrojecidas y la mandíbula apretada hablaban del torrente de emociones que amenazaba con desbordarse.

Recordó las innumerables veces que había oído decir que "lo que realmente importa de una persona es su interior". Esa idea resonaba en su mente como un eco perturbador, alimentando su ira. Impulsivo y violento desde la cuna, su deseo más oscuro comenzó a gestarse: pretender abrir a cada uno de aquellos que le servían y despojarlos de sus órganos para poder apreciar verdaderamente lo que llevaban dentro. En su locura inquietante, pensó que solo así podría conocer la esencia oculta tras las fachadas humanas.

—Esto debe ser una broma —pronunció por fin, intentando sosegarse después de voltear la vista y ver otra vez el papel que había encima de la mesa (el causante del lío).

Era la cuarta carta del mes, que como un espectro aparecía de pronto, por arte de magia, inundando el lugar de caos. Los detalles del escrito: una hoja tamaño carta de un blanco inmaculado, con letra impresa en fuente Arial tamaño 12, dentro de un sobre austero y que, indiferentemente de su color crema, era un digno guardián de las palabras dentro.

No había huella o rastro alguno que traicionara su origen: aquel documento ofrecía ocultar eternamente a su escritor. Un trabajo minucioso, limpio y difícil de rastrear.

El malhumorado hombre no tenía idea de quién las había escrito o quién las había dejado dentro de la casa, ni tampoco comprendía su presencia ni su contenido. Había susurros y ecos entre las palabras, sonidos inquietantes de un contenido anónimo que relataba una historia que partía de la realidad, pero también se entrelazaba —como hilos invisibles— con citas sagradas que rezumbaban tratando de advertir y atormentar:

Dándole a entender al Kai (nombre del sujeto afectado) que el remitente de las cartas tenía la habilidad de estar cerca y ser indetectable.

En la actualidad, cualquiera puede enviar un correo electrónico o hacer una llamada anónima.

Pero, ¿meter una carta al hogar de alguien?

Eso es otro nivel de violación de la privacidad.

Kai exhaló lentamente, sacudiendo la cabeza con un gesto de desdén; alarmarse le parecía una necedad sublime, un signo de debilidad que no podía permitirse. La calma era su vestidura, y como un roble erguido ante la tormenta, se negaría a ceder ante el temor. En cuanto al bromista que había enredado su día, se las arreglaría para que su identidad no escapara sin castigo; cada dedo que había tecleado sus burlas sería extirpado con la precisión de un cirujano, y las cuencas vacías de sus ojos serían testigos mudos del horror de no volver a ver jamás el sol.

No titubearía. Después de todo, le había robado la paz de la tarde.

Por ahora, sin embargo; prefería relegar esos pensamientos a un rincón oscuro de su mente. Había otros demonios que lo asediaban con mayor furia; sobre todo la frase agria y punzante de su madre resonando en el teléfono: "Eres un maldito bueno para nada, Kai...".

Esas palabras reverberaron en su cráneo como martillos contra acero frío, haciendo latir su corazón con tal ferocidad que parecía haber encontrado refugio en sus oídos.

Aturdido, apoyó la mano contra la pared—un ancla en medio de su tormenta interna—para evitar caer al abismo del desasosiego.

—Toda mi vida es... —murmuró para sí mismo, dejando escapar el lamento al universo. Un ave amarilla lo contempló desde el umbral abierto; era una espectadora curiosa en una comedia trágica. El pájaro entonó una melodía vibrante y desafiante. Kai, cuya paciencia pendía por un hilo desgastado, estalló en gritos:

—¡FUERA DE AQUÍ, MALDITO PÁJARO! —dijo, como un lunático—. Yo puedo hacerlo... —continúo a duras penas, con la respiración acelerada. Pasó sus manos por la cara con agitación.

«Bueno para nada, bueno para nada, bueno para nada...». Escuchó en su cabeza una y otra vez.

Intentó calmar su histeria, acercándose las manos al rostro. Sin embargo, una inquietud interna lo impulsó a correr hacia el baño, atravesando un torbellino de confusión.

Al llegar, se aferró al borde del lavamanos, abrió el grifo y se echó agua en la cara. Levantó la mirada; su reflejo lo encontró. Frente al espejo, con la boca entreabierta y el agua escurriéndose por su espesa barba pelirroja.

Se quedó paralizado observando sus ojos grandes y profundos, su cabello rojo agitado y aquella palidez inquietante. Aunque esas características eran propias de su tierra natal, las despreciaba. Un lugar que había dejado atrás hacía un par de años y que ahora lo llamaba para un futuro que prometía.

La rabia y la desesperación envolvieron al pálido hombre. Golpeó repetidamente la superficie pulida del lavamanos, como un sapo estrellándose contra una pared. Cuando el desconcertante líquido rojo comenzó a cubrir por completo el lavabo, se detuvo. El cristal se hizo añicos junto con él, que se desmoronó de cansancio. A pesar del malestar que eso le provocaba, algo en esa situación despertaba en él una extraña satisfacción; era como si su sangre hiciera efervescencia.

—"Puedo hacerlo..." —repitió de manera inusitada y titubeante. Las gotas de sangre salpicaban sus zapatos. Stefano Bemer — Solo quieren asustarme —agregó mientras se lavaba las manos—. Ahora que tengo a Julia, todo mejorará —intentó sonar convencido, pero su voz delataba inseguridad—. Mi madre tendrá que tragarse sus palabras —declaró, trastabillo hasta dejarse caer sobre la cama aún vestido con la ropa manchada.

Y ahora surge la pregunta: ¿Quién es Julia?

Es complicado de explicar; resulta imprescindible dar algunos detalles y para ello es necesario retroceder unos días atrás, hasta el momento en que él la conoció.


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La UNODC resaltó especialmente el caso de Venezuela, donde se ha registrado "el más dramático incremento" de la tasa de homicidios, al pasar de 13 a 57 por 100 mil habitantes entre 2012 y 2017.

MALO HASTA LOS HUESOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora