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Mi madre siempre contaba la misma anécdota: el día que vio mi rostro recién llegado a este mundo, le dijo a los médicos y a las enfermeras que su primogénito estaba destinado a brillar más que el sol y que, por esta razón, no había otro nombre más apropiado para mí que Huang, que en español significa «brillante». Luego de esta sentencia, cuenta la leyenda que me eché a llorar de manera escandalosa y que solo me calmé cuando colocaron muy cerca de mí un peluche de conejo que me había regalado papá.

Él me otorgó un apellido también predestinado. Xu significa «promesa», una que ha pasado de generación en generación desde nuestros antepasados en China; incluso cuando mis abuelos paternos desembarcaron en Argentina y se instalaron en la ciudad de Buenos Aires a mediados de los años setenta. Muy lejos de su pueblo natal, tuvieron dos hijos: mi tío y mi padre, quien se casó con mi madre, también descendiente de chinos. La más reciente generación de los Xu estaba compuesta por mi primo, mi hermana menor y yo.

En mi familia no descuidábamos a ninguna de las dos culturas, ni la china ni la argentina. Éramos un cúmulo de vivencias, costumbres y formalidades que nos definían en todo momento y lugar. Sin esta estrella que funcionaba como guía, no hubiésemos podido ser en un mundo que nos veía, nos trataba y nos cobijaba de formas diferentes. En especial a aquellos como yo que cumplían con una tradición sagrada: la de perseguir almas perdidas por toda la capital.

«Serás la joya de la familia. Y como toda joya, estarás destinado a brillar para alcanzar con tu luz a las almas en pena», parecían decirme todas las voces a mi alrededor a medida que crecía. Mi nombre me había regalado una profecía cuyo significado entendía poco y nada a mis escasos diecisiete años, la edad que tenía durante aquel verano de encuentros y desencuentros.

No sabía en ese entonces que una compuerta se abrió y expulsó una serie de derrotas irremontables. Perdí la cabeza, mis obligaciones y mis verdades. Me perdí a mí mismo para volver a encontrarme y después perderme de nuevo. Perdí mi nombre, mi brillo y mi cielo. A pesar de todas y cada una de mis derrotas, lo que más me asustaba era la idea de tener que dejar ir a un alma perdida muy especial para mí.

Almas perdidas (publicado por editorial)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora