Capítulo 9

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—Buenas noches, querido Gaston —dijo Marguerite a mi compañero—. Me alegro mucho de verlo. ¿Por qué no ha entrado usted en mi palco del Variétés?

—Temía ser indiscreto.

—Los amigos —y Marguerite hizo hincapié en esa palabra, como si quisiera dar a entender a los presentes que, pese a la familiaridad con que ella lo recibía, Gaston no era ni había sido nunca más que un amigo—, los amigos nunca son indiscretos.

—Entonces, ¿me permite usted que le presente a Armand Duval?

—Ya había autorizado a Prudence para que lo hiciera.

—Además, señora —dije entonces, inclinándome y consiguiendo a duras penas emitir sonidos inteligibles—, ya tuve el honor de serle presentado.

Los ojos encantadores de Marguerite parecieron buscar en su recuerdo, pero no recordó o pareció no recordar.

—Señora —proseguí—, le agradezco mucho que haya olvidado aquella primera presentación, pues estuve muy ridículo y debí de parecerle muy aburrido. Fue hace dos años en la Ópera Cómica; yo estaba con Ernest de…

—¡Ah, ya recuerdo! —repuso Marguerite con una sonrisa—. Pero no estuvo usted ridículo; fui yo la que me puse en plan bromista, como aún sigo haciendo a veces, aunque menos. ¿Me ha perdonado usted? Me tendió su mano, y yo se la besé.

—Es cierto —prosiguió—. Imagínese, tengo la mala costumbre de querer poner en aprietos a la gente que veo por primera vez. Es una estupidez.

Mi médico dice que es porque soy nerviosa y estoy siempre delicada: crea a mi médico.

—Pues tiene usted muy buen aspecto.

—¡Oh, he estado muy enferma!

—Ya lo sé.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Todo el mundo lo sabía; vine con frecuencia a preguntar por usted, y me alegré mucho cuando me enteré de su convalecencia.

—No me han entregado nunca su tarjeta.

—No la dejé nunca.

—¿No será usted el joven que venía a preguntar por mí todos los días durante mi enfermedad y que nunca quiso dejar su nombre?

—Yo soy.

—Entonces es usted más que indulgente, es generoso. Usted, conde, no hubiera hecho eso —añadió, volviéndose hacia el señor de N…, tras haberme lanzado una de esas miradas con las que las mujeres completan su opinión sobre un hombre.

—Sólo hace dos meses que la conozco —replicó el conde.

—Y el señor sólo hace cinco minutos que me conoce. No dice usted más que tonterías.

Las mujeres son despiadadas con las personas que no son de su agrado.

El conde enrojeció y se mordió los labios.

Sentí piedad por él, pues parecía estar enamorado como yo, y la dura franqueza de Marguerite debía de hacerle muy desgraciado, sobre todo en presencia de dos extraños.

—Estaba usted tocando cuando hemos entrado —dije entonces para cambiar de conversación—. ¿No quiere usted darme el gusto de tratarme como a un viejo conocido y continuar tocando?

—¡Oh! —dijo, echándose en el canapé a invitándonos con un gesto a sentarnos—. Gaston sabe perfectamente qué clase de música toco. Cuando estoy sola con el conde, vale, pero no quisiera que ustedes tuvieran que soportar semejante suplicio.

La Dama de las Camelias (Alexandre Dumas, hijo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora