capítulo 3

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Al día siguiente, cuando salgo para ir a trabajar, el sol apenas ha salido, pero ya hace muchísimo calor.

Respiro aliviada cuando mi bicicleta coge velocidad y siento que el viento me azota el cabello, y el cartel de En Venta que hay en el patio delantero de casa se pierde más y más en la distancia.

Podría hacer este trayecto con los ojos cerrados; la ruta está profundamente grabada en mi memoria. Es absurdo pensar que dentro de poco ya no la recorreré más.

Cada curva conocida, cada colina y punto de referencia serán cosa del pasado, porque lo más probable es que nos mudemos a un piso en el pueblo. La Panadería de Gabby estará a la vuelta de la esquina.

Aunque papá aún no me ha dicho ni pío.

Giro hacia la calle principal que me llevará directa al corazón de Exide y oteo el horizonte mientras un coche rojo me adelanta despacio. Tras él, asoma una vasta extensión de tierras de cultivo; los tallos del maíz crecen más y más a medida que pedaleo.

Y, por supuesto, no podían faltar las vacas.

Se atisban en cada franja de tierra de cultivos que hay entre urbanización y urbanización de casas prefabricadas, haraganeando en los campos de césped, sin una sola preocupación en mente.

Cada franja pertenece a una familia de Exide que se ha negado a vender sus tierras y ser confinado unos kilómetros más al sur, en dos casas adosadas baratas y desvencijadas en las que en realidad nadie quiere vivir.

Paso pedaleando junto a las fincas Devonshire, una urbanización de casas cortadas por el mismo patrón que construyeran sobre la granja de mis abuelos a mediados de los años 2000.

Mi abuelo murió justo después de que yo naciera y, cuando los agentes inmobiliarios llamaron a la puerta, mi abuela no tuvo otra opción. Le arrebataron la granja donde crecio y donde crió a mi madre y no le quedó más remedio que vivir en una de esas viejas casas adosadas hasta su muerte.

Contemplo un golden retriever que toma el sol en un patio enorme y me pregunto qué parte de la granja debía estar donde él descansa ahora.

Me pregunto si mi abuela estaba tan desolada por perder la casa en la que se crio como yo lo estoy ahora, a punto de perder la mía.

La Iglesia de San Michael aparece ante mis ojos, con sus imperturbables ladrillos, sus vidrieras de color y su antigua puerta de madera. Al lado está el parque infantil donde saltaba de los columpios, jugaba al pillapilla y me colgaba del pasamanos con Willow.

He de admitir que es posible que no eche tanto de menos esta parte del trayecto, ya que, al detenerme ante la señal de stop, me descubro intentando ignorar, como hago siempre, en cartel que me acecha desde la distancia.

Es negro y en él se lee CEMENTERIO DE EXIDE en gruesas letras doradas.

Agacho la cabeza y lo dejo atrás a toda velocidad. El cartel negro y las puertas de hierro forjado pasan zumbando por mi lado y me adentro en la seguridad del centro de Exide.

Sin embargo, incluso cuando puedo volver a respirar, siento sn vacio en mi interior, como si la hubiera dejado atrás a ella.

Otra vez.

El centro neurálgico de Exide o, mejor dicho, su corazón, no ha cambiado ni un ápice en toda mi vida.

Sí, claro, han renovado o modernizado algunos edificios, probablemente porque tenían pintura con plomo de los años cincuenta, pero sigue teniendo el mismo aspecto, sigue albergando recuerdos buenos y malos en cada esquina. Recuerdos en los que no quiero pensar.

La Lista de la Suerte  (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora