capítulo 4

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Unas horas más tarde, abro la puerta del dormitorio de mi padre con una enorme caja de cartón vacía a rastras.

Me deslizo por la estancia con cuidado; es un acto reflejo, debido a mis anteriores incursiones secretas. Recorro la distancia que me separa del vestidor de mi madre y alargo la mano hacia el pomo de plata.

He estado posponiendo el momento de encargarme de esta habitación desde que la casa se puso en venta, hace ya tres semanas.

Sabía que sería la más difícil de todas. Y lo seguiría aplazando de no ser por mí padre, que me acaba de dar una caja, ha señalado las escaleras y ha mascullado: «Hoy toca el vestidor», antes de irse al sótano a toda prisa a revolver entre los trastos.

Respiro hondo y giro el pomo. El olor dulce al perfume de lilas que emana de los vestidos, las camisas y las faldas me asalta de inmediato, cálido y seguro. Desaparece de esta casa, de este dormitorio, de este vestidor y de mi vida segundo a segundo.

Pero, por ahora, sigue aquí.

Me quedo quieta en la oscuridad por un instante y es como si... Como si pudiera sentirla junto a mí. Dejo que me envuelva una vez más, permito que la tristeza abrumadora que me asola salga de la caja en la que siempre la tengo encerrada, la que solamente me atrevo a abrir aquí. Se me aferra al pecho con más fuerza, recordándome por qué siempre intento evitar esta sensación, algo que la mudanza me pone cada vez más difícil.

La noche de bingo me lo dificulta cada vez más. Quizá debería dejar de intentar apartar estas sensaciones todo el tiempo.

Porque dentro de poco viviremos en una casa nueva en la que no habrá ningún vestidor repleto de su olor y, por lo tanto, no habrá ningún lugar donde pueda cobijarme para sentirme cerca de ella cuando esté triste, enfadada o me hayan roto el corazón.

Cuando lo único que desee sea hablar con ella, como hacía siempre.

Enciendo la luz y acaricio la hilera de colgadores con suavidad mientras intento convencerme de que solo son prendas de ropa. Pedacitos de tela, nada más y nada menos.

Pero es imposible. Cada pequeña cosa se me antoja un recuerdo.

Empiezo con una chaqueta negra. Es una chaqueta normal, particularmente nada estilosa, pero se la solía poner cuando decorábamos pasteles en la cocina. Los bolsillos son lo bastante grandes para guardar las mangas pasteleras, las espátulas y los tarros de virutas de colores.

La quito de la percha y me la quedo mirando, intentando juntar las fuerzas para meterla en la caja.

Para dejarla ir.

Sí, ya lo sé. De algún modo, sé que este momento tenía que llegar. Lo sé desde hace tiempo.

Cuando las facturas de médicos y hospitales empezaron a llegar después de aquel verano, las fechas de vencimiento quedaron muy atrás en un abrir y cerrar de ojos. Mi padre hizo todo lo que pudo para mantener la situación a raya, todo menos despojarse de nuestra casa.

Nunca me lo dijo, pero creo que, durante mucho tiempo, sintió que si renunciaba a la casa tenunciaría también a ella. Creo que esa es la razón por la que luchó tanto por conservarla.

Tal vez durante más tiempo del debido.

Sin embargo, hace un mes la situación llegó a un punto insostenible. Me lo encontré sentado en la mesa de la cocina un poco antes de la medianoche, todavía con la ropa sucia del trabajo, comiendo pasta recalentada de la enésima cena que se había perdido. Era la tercera vez que hacía horas extra esa semana.

-no nos han dado la segunda hipoteca- me anunció. Todavía tenía el sobre abierto delante y miraba fijamente la carta del banco -mañana iré al pueblo a hablar con un agente inmobiliario.

La Lista de la Suerte  (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora