Amanda
El día que nací no hubo alegrías ni aplausos. Fue un día de desgracia para toda mi familia.
Apenas y teníamos recursos. Cuando se enteraron que yo venía en camino, mis padres, con dos niños más, y con tan poco dinero que apenas y alcanzaba, me maldijeron.
Mi padre se fue, claro está, y mi madre tuvo que cargar con eso. Con horas de escoria, para mis hermanos, que también tenían que partirse el lomo, con sus tiernos 4 años. Fui una calamidad, que poco a poco se aproximaba y para más rabia, no le permitía a mi madre trabajar.
Desde que llegué a este mundo todas las complicaciones se cernían sobre mí. El ambiente tan precario, la nula atención y la falta de amor. Los únicos que me recibieron con gusto fueron mis hermanos. Fui un regalo para ellos en medio de tanto caos. Aún así, las cosas no siempre son hermosas, y lo he aprendido desde siempre. Mi madre cayó en el alcoholismo, y cuando se marchaba, lo hacía por días. Incluso semanas.
Mis hermanos, pobres inocentes, tenían que salir a pedir comida para mí, que lloraba y estaba en un estado de desnutrición extremo. A veces me pregunto por qué la vida me dejó sobrevivir, como si no hubiera sido suficiente toda esta brutalidad, cómo si ese Dios me hubiera condenado a ser su marioneta de prueba, que podía destrozar una y otra vez.
Los servicios sociales nos mantenían de un lado a otro. Crecía rodeada de caras extrañas, de hogares distintos cada semana, y una que otra sonrisa cariñosa. La gente me trataba bien, a cambio de escuchar sus palabras de "pobres niños" "pobres angelitos".
Mis hermanos eran mi único consuelo. Pasaron 10 años así, entre familias de acogida y las risas de mi madre, regresando de sus borracheras brutales. Nunca celebramos Navidad, ni todas esas fiestas familiares. Lo único que sabíamos de ellas, era por las caricaturas que veíamos en la sala de espera de los hospitales a los que nos llevaban las trabajadoras sociales.
Supongo que en ese ambiente se formó mi carácter tan endeble e ingenuo de las personas, pensando que todo el mundo sería bueno conmigo. Nadie me guio para decirme cómo era el mundo real, ni distinguir la bondad y toda la malicia que hay en esta tierra.
Lo verdaderamente cruel estaba por venir. AL cumplir los 12, mis hermanos que ya tenían 16, fueron adoptados por una familia de bien. Los obligaron a irse. El último recuerdo de ellos que tengo es verlos gritando y pataleando mientras se los llevaban abrazándoles, diciendo esas palabras que son para consolar, que no sirven en nada. No recuerdo las caras de las personas, y los rostros de mis hermanos se están empezando a desvanecer de mi mente, como las letras en una pizarra.
Y yo, me quedé a la deriva. Sin la certeza de que si algún día tendría un hogar¿Acaso me llevarían a rastras también?
¿Cómo es un hogar?
Para eso, los servicios sociales no supieron que hacer conmigo y me enviaron a un orfanato religioso. Me quedé de pie frente a esa puerta enorme, con una monja aterradora. Me arrastró a través de todos esos pasillos, donde otros niños, de muchas edades, me miraban con lástima. Cantos inentendibles y cruces era todo ese lugar. Y el frío que calaba los huesos, proveniente de las paredes húmedas y verdosas
Me dejaron en un cuarto lleno de grietas. Había muchas literas metálicas, que producían un chirrido horrible cuando alguien llegaba a recostarse. No dormí esa noche, manteniendo los ojos abiertos, y con las manos engarrotadas alrededor del pedazo de sábana que me habían dado.
Al día siguiente, nos levantaron temprano. Iniciamos el día con una oración, dando gracias a ese Dios y muchas más cosas que son una completa mentira. Quien no rezaba, recibía un azote con una tabla de madera. Al día de hoy, cuando escucho un golpe parecido, me sobresalto y el terror me invade por completo.
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El infierno
Non-FictionAmanda, una niña huérfana de 13 años, huye de un orfanato donde sufre maltrato. Al escapar, encuentra a Samuel, un joven más grande que ella, y que se ofrece a ayudarla llevándola a a su casa. Lo que no sabe, es que lo peor está por venir, y tendrá...