I. El Caballero Coronado

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   El niño miró al caballero por el rabillo del ojo. Una brutal desconfianza brillaba en su mirada, aquella encendida por el mismo fuego que ardía en los confines del infierno. Un fuego que lo devoraba todo en una excruciante agonía pero que también lo purificaba. Jugueteó durante unos minutos con un tallo largo que arrancó en un intento por controlar su palpitante corazón.

   El nacido de las entrañas de la tierra no sabía qué hacer de ese joven que, ignorando su naturaleza destructiva, tejía trenzas adornadas con flores silvestres en su cabello enredado por el viento de la pradera. En su quehacer, el caballero entonaba también una suave melodía, despreocupado en su tarea por coronarlo con una diadema similar a la suya.

   Aquello no podía ser otra cosa que una trampa.

—¿Por qué no me matas?

   Los dedos del caballero se detuvieron al oírlo, mas pronto el chiquillo sintió el cálido aliento del muchacho golpearle la nuca en lo que adivinó fue un suspiro cansino.

—¿Preferirías que lo hiciera? —respondió tras una pausa, sus manos retomando la tarea con la paciencia de un artesano.

—Eres un soldado —contraatacó como si eso lo explicara todo, su postura tensándose bajo el suave roce—. Los soldados matan a seres como yo.

—¿Y qué eres tú?

   El niño soltó un gruñido cargado de indignación.

—Soy un demonio. Una criatura nacida del fuego, las cenizas y la tierra. Tengo poderes que ni siquiera te puedes imaginar y...

   Pero su perorata se cortó al escuchar la calmada risa de su acompañante.

—Poderes más allá de la imaginación humana, ¿eh? —repitió con una sonrisa que aún danzaba en sus labios mientras tomaba un par de florecillas azules y las enredaba en la intrincada trenza—. Deben resultar ser una fuerza digna de temerse considerando que apenas puedes mantener una apariencia mortal.

   El niño sintió su cara arder por la burla y, sin siquiera detenerse a pensarlo, se volteó para mirarlo a los ojos mientras su mano detenía el brazo contrario con un imprudente agarre. Su piel rojiza destelló bajo los rayos del sol y sus ojos verdes volvieron a inflamarse, aunque esta vez encendidos más por vergüenza que por miedo.

—Podría matarte yo —retó con el corazón desbocado, hendiendo sus garras en los brazales del caballero—. Podría cortarte la garganta con mis dientes y abrir tus entrañas con mis propias manos. Podría hacerte arder. Podría...

—Pero no lo harás —aseveró el soldado tomando con delicadeza su mano entre la suya para que le soltara. Él lo hizo sin mucho preámbulo sin saber muy bien por qué—. Pudiste haberlo hecho hasta ahora y no lo hiciste. Yo pude haberte matado también, pero no lo hice. Te saqué de ese carromato que te transportaba hacia una muerte segura, pese a que en ese momento vestías la piel habitual de un humano —hizo una pausa mientras recogía un par de flores a su alrededor, aquellas que no se habían quemado por el súbito arrebato del chiquillo—. Te vi y te reconocí. Y te salvé.

—¡Es que eso es lo que no entiendo! —explotó sin poder contenerse—. ¡¿Por qué?! ¡¿Cómo sabes que no soy como ustedes dicen?! ¡¿Cómo sus superiores y sus párrocos y sus reyes dicen?!

   El caballero calló. Al poco rato y con una deliberada suavidad, le indicó que volviera a mirar hacia adelante para que pudiese continuar con la guirnalda que estaba cociendo. La criatura soltó un bufido y de mala gana le obedeció, aunque su pecho no dejaba de estremecerse con cada roce de aquellos dedos, silenciosamente preparándose para huir de allí de requerirlo.

—Cuando era niño, uno de los de tu clase me salvó —confesó tras una eternidad—. Él me crió, me dio un hogar, y se reivindicó.

—¿Cómo sabes que no fue un engaño?

   El soldado rió por lo bajo, sus ojos azules centelleando con un secreto que solo él conocía.

—No lo fue.

   El niño calló durante unos minutos, sopesando lo que había oído. Finalmente, con un nudo en la garganta, se atrevió a preguntar:

—¿Cómo sabes que yo soy igual? Digno de confianza —aclaró.

   Escuchó la diáfana risa del caballero una vez más.

—Solo lo sé —afianzó el resto de la corona con una pequeña tira de cuero y luego le dio una palmada en el hombro al pequeño—. Puedes irte ahora. Ten cuidado.

   La criatura se levantó con un tambaleo y se volvió para contemplar al amable muchacho. Él seguía sentado entre las flores, su espada todavía envainada y olvidada a un lado.

—¿Cuál es tu nombre? —inquirió con una nueva oleada de confianza.

   Su acompañante le dedicó una sonrisa preciosa.

—Richard —enunció—. ¿Cuál es el tuyo?

   El niño rodó los ojos. Como si fuese a decirle su verdadero nombre a un mortal. No importaba que le hubiese ayudado, no podía creerse que lo creyera tan ingenuo.

   Lo meditó durante unos momentos y llegó a la conclusión de que podría darle su nombre humano, aquel que le hubieron otorgado en el orfanato.

—Jason.

   Richard efectuó una breve cortesía con su cabeza.

—Fue un placer conocerte, Jason.

   Su corazón se disparó contra su pecho al escucharlo y el niño no pudo soportarlo más. Dio media vuelta y echó una carrera hacia el bosque.

   Una vez hubo cruzado el lindero se volvió hacia atrás, esperando quizá que el caballero le estuviese persiguiendo para degollarlo por la espalda. Pero no fue así. En su lugar lo vio aún sentado entre las flores, los rayos del sol iluminándole el rostro pálido y terso. Una corona de vivaces florecillas salvajes aún colocada sobre su cabeza como si gobernase en aquel claro de una primavera etérea.

   Jason le admiró durante unos minutos y luego, con una nostalgia desconocida, se perdió entre los árboles.

   Jason le admiró durante unos minutos y luego, con una nostalgia desconocida, se perdió entre los árboles

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Las Crónicas Perdidas de Resmaediel || JayDickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora