10. Falling off

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11 de octubre, 2032
Caitlyn.

No diría que Caleb era perfecto, estaba tan lejos como los demás de serlo; pero igual lo pensaba: Mi chico es perfecto. De haber sabido que el amor era tan placentero no habría tenido la puerta cerrada a la oportunidad por tanto tiempo. Entre ellos las cosas fluían por sí solas, con refrescante facilidad. A ambos le hacía falta esa paz que solo se podían dar el uno al otro. Ya le había hablado a su padre sobre Caleb, estaba ansioso por conocerlo; y se refería a Caleb. Su señor padre se mostraba firme ante la idea de que otros hombres entraran a la vida de su única hija, era bastante protector en ese sentido. La verdad es que no había tenido que preocuparse en serio porque ella tuviera novio, Caitlyn nunca le dio mucha importancia a su vida amorosa, motivo por el que sus amigas de la infancia la consideraban poco femenina. El único alivio de su padre es que no se había enamorado de un blanquito pijo, cosa que dijo textualmente.

Caleb fumaba bastante, al principio creyó que eran simples cigarrillos, pero comenzó a preocuparse cuando vio al mismo Ferro Profaci darle estos cigarrillos en la mano. Aquel joven no se andaba con chiquitas, alguien de su índole no tenía necesidad de comerciar con tabaco corriente, aquello eran drogas. Eso explicaba lo distraído y relajado que Caleb siempre estaba, y parte del motivo por el que no habían logrado intimar como hombre y mujer.

Caitlyn lo confrontó varias veces al respecto, pero Caleb lo negaba todo categóricamente, hasta ese día.

—¿Qué estás fumando? —dijo directamente, su tono era firme.

—Vamos, nena. Ya hemos hablado de esto.

—Antes al menos tenías la decencia de irte a otro lado, no hacerlo delante de mí; pero ya ni te esfuerzas. ¿Qué fumas?

—Uh... María.

—Mientes.

—Sabes que no. Ven, siéntate conmigo.

Caleb le sujetaba de las caderas, apretaba su trasero suavemente para atraerla hasta su regazo. Apestaba a hierba y humo, tenía una barba de varios días y unas ojeras horribles. Caitlyn cayó en sus brazos, pero rechazó cada beso que intentó darle, detestaba el olor de sus labios y lo amarillos que estaban sus dedos. Odiaba todavía más verlo en esa situación y no ser capaz de ayudarle. Lo intentó, en verdad que lo hizo. Pero por ignorar sus problemas no significaba que se fueran a ir.

—¿No vas a darme un beso?

—No, apestas.

—Eso no es muy romántico —bromeó, tirando la colilla de cigarro por la ventana.

—Lo digo en serio.

—Mira... no es la primera vez que paso por esto. ¿Es duro, sabes? Pero yo estoy bien, mírame bien.

—Estás más delgado, duermes menos y...

—¿Y? —quedó expectante.

—Los novios hacen cosas, Caleb. Ya sabes, cosas.

—¿Con "cosas" te refieres a follar? —preguntó, arqueando una ceja —. Te dije que era la primera vez que me pasaba, dijiste que no te importaba.

—Pero me importa, Caleb. Me importas tú.

—Esto me ayuda a relajarme, son buenos para mí. Tengo mucho estrés, movidas familiares y demás.

—Esa es otra, tampoco me has presentado a tu familia. ¿Tienes planes de hacerlo alguna vez?

—Ay, la hostia.

Se quejó con un bufido y echó la cabeza para atrás. Caitlyn tenía sus expectativas acerca de cómo debía ser el ritmo de su primera relación, Caleb cargaba con el peso de su romance y preocupación casi a diario; una parte de ella pensaba que era injusto que le diera una carga de golpe, pero no podía evitarlo. No tenía idea de cómo una relación debía funcionar, la de sus padres nunca fue el mejor ejemplo.

Si bien la convivencia entre ellos era fluida, la vida entre las sábanas era casi penosa. Dentro de todos los intentos de intimar, tres de ellos fueron fallidos y el otro fue una victoria amarga, e incompleta. Caleb no conseguía mantener una erección, aunque sabía complacerla de otras maneras, eso no era suficiente para ella. Como toda mujer, aspiraba a sentirse deseada por su hombre, a compartir con él la carne y los sustos; en un momento su poco interés llegó a herir su orgullo, pero no se quejó ni un momento.

Lo que sea que se estuviera metiendo estaba afectando a su rendimiento, no solo como novio, sino que también como estudiante. En el trimestre habían pasado diez evaluaciones juntos, y eso era solo en las asignaturas que compartían. Su desarrollo y nota final se verían afectadas para el principio de enero como no se pusiera las pilas.

La fuente de todos sus problemas era Ferro, era él quien le pasaba las drogas a Caleb. Ojalá pudiera comentarle a su padre sobre el problema que tenía entre manos, pero él era una extensión de la ley, cualquier omisión de la misma debía ser reportada al momento que cruzara sus ojos. No podía involucrar a su padre bajo ningún concepto con los Profaci y sus asuntos, y, como de costumbre, terminó tomando medidas por su propia mano.

—Lo siento, no quise expresarme así. ¿Me perdonarías?

—Mientes, no lo sientes.

—Deja de llamarme mentiroso. —lo dijo con enojo esta vez, casi con desprecio. Al ponerse de pie, también lo hizo ella, y tomaron diferentes lados por la habitación.

—No mientas, pues.

—¿Cómo sabes que miento?

—Porque eres un adicto. Y los adictos mienten, y evaden la responsabilidad emocional.

—¿Eh? —la miró conmocionado. Caitlyn no apartó la mirada, ya había llegado demasiado lejos como para retroceder. —Yo no soy ningún drogadicto, puedo dejarlo cuando yo quiera. —ni él mismo se creía en aquellos momentos, pero su actuación era bastante convincente. Caitlyn ya había visto esa película antes, todas tenían el mismo diálogo por muy diferente que fueran los actores. —¿Quién te crees que eres, doña perfecta? Te llama tu padre a mitad de la noche con fotos de muertos para que lo ayudes a cerrar caso y a ti te parece normal.

—No soy perfecta, pero yo... Es mi padre, solo quiero ayudarle. Por lo menos yo le respondo el teléfono al mío.

—Si supieras cómo es tampoco le responderías las llamadas.

—No sé cómo es porque no me lo presentas.

—Quieres conocerlo, vale. Está bien. ¡Conozcamos al puto señor van Thorpe!

Caminó con violencia hasta la mesita que había cerca de su cama, atravesó la habitación con tal furia que escuchó las pisadas a la distancia. Agarró su teléfono y no mucho tiempo después sintió el timbre de la llamada.

—Hola, Owen. ¿Me pasas a papá? —una voz masculina respondió casi al instante, su tono era cuidadoso y educado, puede que tal vez su asistente. No se encuentra ahora, joven Caleb. ¿Quiere que le deje un mensaje de su parte? —Sí, dile a ese grandísimo hijo de puta que deje de llamarme. O, mejor dicho, que deje de pedirte que me llames, estoy seguro de que encontrarás mejores maneras de ocupar tu tiempo. Que tengas un fantástico día. —estampó el móvil contra la pared y estalló en un grito. Conoció el terror en ese momento, nunca antes le había levantado la voz, mucho menos la hizo sentir intimidada; pero en ese momento lo estaba. —¿Estás contenta ahora? ¿Ya tuviste lo que querías?

—No trataba mostrar nada... —su voz sonó derrotada, pero no se doblegó ante él o su ira.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? ¿QUÉ ES LO QUE QUIERES DE MÍ?

—¡No me grites!

Caleb la acorraló contra la pared, por un momento intentó alejarse, pero cuando lo tuvo enfrente como una nube negra de odio se hizo pequeña, tanto como para quedar atrapada entre sus brazos cuando le dio golpes con los puños a la pared. Cerró los ojos para recibir el impacto, pero no sintió el dolor que esperaba; aun así, algo ardía dentro de ella, no podía derramar lágrimas, sería la prueba definitiva de que no podría manejar la presión, y lo que Caleb necesitaba era un hombro fuerte en el que apoyarse. Sostuvo el contacto visual todo lo que pudo, sus ojos estaban rojos por el esfuerzo, cristalinos por la tristeza, pero enfocados.

—Vete, no sería la primera vez.

Killing van Thorpe. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora