Capítulo 1

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Las noches en Puerto Blanco son largas, pero en invierno son casi eternas, un consuelo para el viejo Telmond que solo podía encerrarse en la biblioteca de la gran casa después de la puesta de sol. En el día se dedicaba a llevar las cuentas de sus patrones, dueños de la casa y quienes le aseguraron acogida, personas medianamente amables que, cuando parece que Telmond ya he terminado todas sus labores, ponen completo esfuerzo en ingeniar alguna tarea que lo mantenga ocupado. Cierta vez el viejo de 67 años se vio obligado a viajar por tres días hasta la otra punta de la isla solo porque la caprichosa familia necesitaba que él mismo registrara cuántos sacos de provisiones les quedaban a los barcos que poseían en el otro puerto, Costa Sola.

El viejo Telmond nunca mostró señales de desacuerdo con este trato, sabía que que dada su edad y toda la historia que relaciona a esta familia con él, trabajar sin parar era la mejor opción para garantizarse un techo y, recordemos, se contentaba con ser libre en las noches. Libre entre cuatro paredes invadidas por libros, una pequeña prisión iluminada por una única vela, siempre peligrosamente cerca de las hojas que Telmond profanaba con su escritura.

En su juventud Telmond asistió a las mejores escuelas y dominó la redacción lírica, le fascinaba ser bueno con la palabra. Concluyó sus estudios, buscó cualquier empleo dentro del negocio familiar y siguió dedicando su tiempo libre a ser escritor de libros que sólo lo complacían a él, y eso le bastaba. Vivió toda su vida acomodado en su soledad, sin enamorarse ni desear descendencia. Fuera de los mundos que creaba nada le interesaba o disparaba sus emociones.

Solo una vez la realidad lo golpeó con la culpa, el arrepentimiento y la depresión: El día que sus padres partieron en un barco y una tormenta condenó sus vidas. Tenía 30 años cuando este hecho redujo la fortuna que lo protegía a el juego de ropa que vestía el día que entregó su mansión al banco. Sus habilidades creativas no le ayudaron a evitar las deudas tras la tragedia, aunque el intento por llevar adelante el legado familiar le dotó de los conocimientos que facilitaron que los Hallwamen, una pareja joven que mucho le debía a los padres de Telmond gracias a cierto negocio, lo contrataran como su contador, casi mayordomo. La disminución de su estatus social fue el tema protagonista de cotilleos alrededor de la isla por casi un año, pero después a la alta sociedad le importó tan poco como a él mismo. Telmond había llegado a este mundo para escribir y mientras los Hallwamen le dieran luz verde para gastar montañas de hojas y mares de tinta, aceptaría cualquier otro aspecto de su existencia.

Sentado frente a un rectángulo blanco con olor a salitre, levantó la vista hacia el techo. Ya casi era medianoche, el sonido de la marea arremetiendo contra los puentes del puerto más cercano conquistaba el silencio y las sombras danzantes provocadas por la vela se proyectaban en las decoraciones de la paredes. Temía que se cumpliera su segunda noche con bloqueo de escritor. A lo mejor su rutina de sueño compuesta por entre cuatro horas y ninguna le empezaba a pasar factura.

- Venga, imagina algo -Se dijo a sí mismo, pero entre más forzaba sus pensamientos menos lograba materializar.

Su mente se distraía intentando analizar por qué era incapaz de divagar en nuevas historias. ¿Había alcanzado el límite de mundos imaginables?, ¿Ciento veinticuatro realidades abarcaban todas las situaciones recreables? Se sentía frustrado y, sobre todo, vacío. Si ya había escrito sobre todo lo existente, ¿qué sería de su vida?, ¿era esta una señal de que había cumplido con su propósito y ya debía entregarse a la muerte?, ¿no merecía acaso la posibilidad de escribir una última novela como recompensa por todo lo que había entregado de sí mismo a la literatura?

- Bueno, si soy un escritor viejo incapaz de escribir... escribiré sobre un escritor viejo incapaz de escribir.

Como si nunca hubiera experimentado el vacío que lo condujo a pensamientos suicidas, agarró la pluma y se dispuso a teñir de negro lo blanco. Justo en ese momento se abrió la puerta de la biblioteca de golpe y la luz de la vela se apagó. Telmond pegó un salto y se giró sobre el asiento del escritorio con una mano sobre el corazón. Sus ojos, rodeados por pesadas arrugas, no podían estar más sorprendidos. El hombre que había irrumpido en la biblioteca lo apuntaba con un arma.

Thomas KastlerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora