Capítulo 2

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Villa Plata solo poseía dos puertos: Puerto Blanco y Costa Sola, espacios de vulgar arquitectura en comparación con las edificaciones del resto de la isla. Cuesta creer que una de las islas más ricas del mar Llano, por dedicarse a la mineria de metales excepcionales, ignore las únicas vías de comunicación y transporte que tienen con el resto del mundo, pero trabajar en las minas es una labor pesada, y los puertos suelen estar ocupados por los grandes barcos de esclavos, un ambiente nada vistoso para las familias acomodadas.

Quizás esta constante entrada y salida de aborígenes por las vías portuarias era lo que mantenía vivo el desinterés de los delincuentes piratas hacia Villa Plata, que contaba con un sistema de seguridad pobre, más pendiente al correcto trabajo bajo tierra que a la llegada de embarcaciones sospechosas.

Sin embargo, parecía que el oficial de policía conocía al joven capitán. No había pronunciado su nombre como quien estaba cansado de leerlo en los carteles de búsqueda y captura, sino como quien ya había tratado con el mismo pirata antes.

Telmond era víctima del desconcierto. En 67 años de vida sin salir de la isla era la primera vez que ocurría un asalto pirata, y además uno en el que él era participe. Sabía que de haber ocurrido otro la noticia hubiera trascendido en la historia de la isla más cotilla de todos los tiempos, aunque una nueva pregunta surgía en su cabeza: "Y de esta noche, ¿alguien hablará de esta noche?". Una leve sensación de desorientación le recorrió el cuerpo al intentar deducir cuántas cosas podrían haber ocurrido a su alrededor sin que él se hubiera dado cuenta.

Por primera vez temió haber infravalorada la realidad a la que pertenecía, aquella que tanto evadía y se empeñaba en transformar. Se preguntó cuántas cosas hubiera descubierto si en vez de "evitar" hubiera intentando "pertenecer".

Thomas Kastler hizo una pequeña reverencia con la cabeza y llevó la mano derecha a la pistola en su cinturón.

- Oficial Bennit -Se limitó a decir.

Los demás piratas, detrás de él y alrededor de Telmond, permanecieron terriblemente quietos, sin soltar los objetos robados. El viejo contador solo podía aferrarse a su bolso e imaginar treinta maneras diferentes de ponerse en cubierto si las balas comenzaban a llover. Unos quince policías, entre ellos el oficial Bennit, se encontraban a menos de diez metros de distancia de la entrada de la casa, y más atrás se divisaban otros siete uniformados, rodeando la verja de la mansión.

- ¿Discutiendo viejos asuntos con los Hallwamen? -Preguntó el oficial sin dejar de apuntar al capitán.

- Algo así.

- ¿Y llegaron a alguna conclusión?

- Sí, a una definitiva.

- Tu padre no hubiera querido esta vida para ti, Thomas.

Telmond ya no tenía dudas. El oficial y el joven capitán se conocían. Desvió su mirada hacia Thomas, elegante y bien portado, la imagen jovial de la buena vida y los lujos. ¿Cómo había terminado en la piratería?

‐ ¿El que mataste con esa pistola? -Respondió Thomas, imperturbable.

El oficial Bennit fue incapaz de esconder el enfado que comenzaba a crecer dentro de él. Apretó aún más el puño alrededor del arma.

- ¡Estás enfermo, Thomas Kastler!, ¡pongan todo en el suelo o abrimos fuego!

- No, nos vas a dejar ir... baje su arma oficial o dispare ahora.

Telmond no daba crédito a lo que ocurría. ¿Cuánto poder ocultaban esos ojos turquesa?

El oficial Bennit era diez años más joven que el viejo contador, alto y en buena forma física. Una persona seria, que ocultaba bajo un falso moralismo su indiferencia hacia el tráfico ilegal de aborígenes. Sus ojos grises juzgaban sin juzgar, y a menudo Telmond se preguntaba si de haber ejercido en una isla diferente, Bennit hubiera escalado como un oficial verdaderamente fiel a sus principios.

Thomas KastlerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora