1. Sonata de media noche

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MASIEL CIENFUEGOS



Acomodo mi zapato dando pequeños saltitos torpes, peino con mis dedos mi cabello, y por último, estilizo mi postura con un suspiro grande que me da impulso para abrir la puerta que da hacia la calle principal, con la cabeza gacha, pero manteniendo en mente lo que se viene; una semana más de tortura.

Mis ojos viajan hasta el Rolls-Royce negro estacionado frente a mí, Dmitri se encuentra recostado en él con esmoquin negro y gafas del mismo color, en cuanto me ve abre la puerta de copiloto al tiempo que extiende su mano, para ayudarme a subir, sin mencionar palabra alguna. Susurro un "gracias" y me subo a este con la piel erizada, él rodea el auto en tanto yo me reparo los dedos, quienes se ven desgastados y amorotonados, envueltos con curitas.

El auto se pone en marcha y me mantengo mirando hacia la ventanilla, preguntándome internamente si estaré capacitada para otro turno tocando el piano, pues no soporto el dolor y el agotamiento que llevo dentro no da para más.

Después de varios turnos de máxima explotación laboral tocando el piano, siento un dolor constante en los dedos, me duelen a tal punto que de tan solo un roce de las teclas es una tortura interna. Por más que intente soportar es inevitable, el dolor se intensifica, esa sensación de ardor desde la palma de la mano hasta la punta de los dedos.

Desde que presencié lo sucedido con esa cuadrilla de maleantes que me raptó con el propósito de ser su pianista y tener un minuto de vulnerabilidad aceptando, los días oscuros se volvieron grises frente a lo que creí que era sufrimiento.

Replantee la situación, mi decisión y lo cuestionable que había sido todo un par de veces, todo se me vino a la cabeza de golpe; tenía que poner resistencia.

Cuando quise dar mi brazo a torcer ya era muy tarde, pues en cuanto puse un pie fuera del edificio abandonado allí estaba plantado la mano derecha del Señor Koshaner, dispuesto a atentar contra mi si no cumplía con lo dicho aquella noche.

Me sentí como un gato encerrado, desaparada y muy, pero muy asustada. No sé que clase de gente sean, pero dan mala espina, no sé en qué momento se me dio por abrir mi boca y aceptar tales condiciones.

Ahora, rumbo a aquella mansión, me limito a obedecer antes que abstenerme, porque de otra manera mi vida en Alemania puede que termine sin siquiera empezarla.

En cuanto veo que se abren las rejas de cinco metros de altura de la mansión mi cuerpo palidece, ya puedo sentir el ardor en mis nudillos y dedos, ya siento la nuca adolorida y los tendones contraidos. Parece sencillo, pero es una tortura.

Atravesamos el gran jardín conservado en flores y césped perfectamente cortado, la fuente de cuatro pegasos expulsando agua por el hocico, hasta estacionar el auto frente a las escaleras que dan a la gran puerta. Dmitri se baja y yo cierro los ojos, tanto como puedo, para darme fuerzas para resistir todo lo que se viene. 

Recibo la mano del rubio y pongo un pie afuera, para luego dejar que la brisa fresca de la noche juguetee con mi cabello, en tanto diviso maravillada mi alrededor.

Cualquier monumento se queda corto ante esta perfección. Lástima que sea propiedad de un prepotente, altanero, malhumorado y codicioso ser con complejo de pulcritud, que vive con el móvil pegado a la oreja, semblante serio y trajes finos.

DOGMA [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora