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No sé cuánto tiempo hace que abandonamos la carretera comarcal para meternos por este camino de tierra compactada.

Durante todo el trayecto mi padre y yo apenas hemos hablado. Yo, porque sigo igual de enfadado. Él, porque retransmiten el sermón de no sé qué pastor que parece estar durando horas.

Al fin, mi padre me señala un grupo de edificios de madera asentados en la parte alta de un valle. Es la granja, pero lo único que me pasa por la cabeza es que es la primera construcción que vemos desde hace una hora.

A pesar de que mi estado de ánimo no es el mejor, debo reconocer que es un sitio bonito, un tanto árido, sí, pero rodeado de algunos árboles y amurallado por un estrecho riachuelo donde al menos podré bañarme.

Jungkook es un viejo amigo de mi padre. Para ser correctos, uno de esos amigos desconocidos de los que habla a menudo pero que yo solo he visto una vez. Además, tienen una notable diferencia de edad. Mientras que papá acaba de cumplir los cincuenta, su colega apenas llega a los treinta. Supongo que será algún alma rescatada cuando era pastor de otra comunidad.

Creo que lo vi una única vez cuando yo tendría diez años y él poco más de veinte.

Me pareció un tipo distante, callado y de mirada penetrante.

El coche se detiene junto a la puerta del edificio principal, una casona que parece tan antigua como falta de comodidades. El que viene a recibirnos es Jungkook.

Debo reconocer que, cuando lo veo, me recorre la espalda una picazón extraña. Debe de ser porque mi padre le tiene un respeto casi reverencial. Desde lejos tiene clavada la mirada azul en mí, una mirada taladrante.

Nayeon diría que es un tipo guapo, mucho, y los muchachos estarían de acuerdo en que está muy en forma.

Lleva una camisa vaquera medio desabrochada, por donde asoman unos buenos pectorales, ligeramente poblados de vello. Pantalones muy ajustados del mismo material, sujetos por un cinturón de hebilla ancha. Botas de campo, por supuesto. Y, ¿cómo no? Un sombrero vaquero calado que le da un aire rústico. También viril.

—¿Cómo ha ido el viaje? —su voz es grave y ligeramente gutural, profunda, tanto que casi resuena contra mi piel.

—Hemos escuchado la palabra de dios.

Se abrazan muy ligeramente e intercambian algunas frases de cortesía un tanto manidas mientras yo bajo mi equipaje del maletero, mirando al amigo de mi padre de vez en cuando, lleno de curiosidad. En algún momento parece reparara de nuevo en mí.

—Así que este es el pequeño Jimin.

Lo dice de una manera que vuelve a arrancarme un escozor desconocido en la espalda, con los pulgares metidos en el cinturón y la cabeza ladeada, como si me evaluara.

—No sabes cómo agradezco que lo hagas —insiste mi padre, pues ya le he oído repetirlo varias veces—. Necesita conformar su espíritu, forjarlo como un hombre, y sé que tú sabrás hacerlo.

Él no aparta esos azules ojos de los míos, hasta que soy yo quien los baja hasta el polvo del suelo.

—Déjalo en mis manos —lo escucho decir.

Y vuelvo a dejar de ser interesante para los dos, pues mi padre quiere marcharse y su amigo insiste en que se quede a cenar. Gana mi padre, como siempre, y tras un sermón de lo que debo y no debo hacer para no dejarlo en evidencia, arranca el cuatro por cuatro y se larga por donde ha venido. ¡Al menos se ha olvidado de quitarme el móvil!

Cuando lo veo alejarse, una sensación de indefensión me acompaña. Estoy en medio de la nada, a cargo de un desconocido que ha recibido órdenes de hacer conmigo lo que crea oportuno.

Un amigo de la familia |KookminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora