DIECINUEVE

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Cuando llego a casa, mis padres están viendo Regreso al futuro en el salón.

—¿Te has comprado algo? —me pregunta mi madre, pero entonces me ve y se incorpora en el sofá—. ¿Por qué tienes los ojos rojos? ¿Estás bien?

—He fumado maría —miento. Por supuesto, no me creen—. Estoy bien. Las luces del centro comercial eran molestas y...

—Ivory... —corta mi padre y yo me rindo. Suspiro y me dejo caer en el sofá, justo en medio de los dos.

—Ser adolescente es una mierda.

—Lo es —asiente mi madre, y me envuelve entre sus brazos. Dios. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no llorar OTRA VEZ. ¿Tan necesitada estaba de abrazos?

—Si me dieran la oportunidad de retroceder en el tiempo a mis años de instituto no aceptaría ni loco —añade mi padre. Como mi madre es una mamá gallina y no tiene pensado soltarme él se conforma con darme unos golpecitos en la pierna—. Siempre dicen que son los mejores años de tu vida, pero no es verdad. Los mejores años de tu vida están por venir.

—¿De verdad?

—Te lo prometo —asegura él con una sonrisa.

Mis padres molan. A veces se preocupan demasiado, teniendo en cuenta que jamás he dado un solo problema y que mi responsabilidad raya lo enfermizo, pero nunca se han metido en mi vida, han respetado mis límites y me han educado en la confianza. A veces lo olvido, pero sé que puedo recurrir a ellos cada vez que me siento mal, que me tomarán en serio y que nunca harán de menos mis problemas solo porque soy joven.

—¿Ha ocurrido algo con las chicas? —pregunta mi madre, con tiento.

—No. La mañana de compras ha ido bien, aunque no he encontrado nada que me guste. Es solo que ayer... discutí con Hunter, eso es todo.

No es todo y mi madre lo sabe. Como madre que es, tiene un sexto sentido especial y, aunque capta mi mentirijilla, no insiste.

—Vamos a hacer una cosa: ¿qué te parece si hoy salimos a cenar? —pregunta—. Hace mucho que no vamos a ese hindú vegetariano que te gusta tanto. ¿Te apetece?

No. Lo único que quiero es encerrarme en mi habitación. Pero, si lo hago, no dejaré de mirar la ventana de Hunter con la esperanza de que este conteste mis mensajes, así que asiento.

—¿Puedo ir o es un plan madre-hija?

—Depende. —Mi madre finge pensárselo unos segundos—. ¿Nos vas a invitar a un helado luego?

Mi padre se ofende.

—¿Para eso quieres que vaya? Al principio era una sospecha, pero ahora sé que te casaste conmigo por mi dinero, Marlene.

—¿Qué dinero? —pregunta mi madre reteniendo una sonrisa—. Pero si cuando te conocí aún vivías en casa de tus padres.

—Para cuidarlos. Ellos me querían tener cerca. Me necesitaban.

—Claro —dice mi madre, y me guiña un ojo con complicidad. A mí no me queda más remedio que sonreír.

He escuchado la anécdota mil veces. Fue mi madre quien le pidió matrimonio a mi padre y la que tuvo que insistir para sacarlo de la casa de los abuelos, aunque no lo hizo sola. Mi abuela tenía tantas ganas de disfrutar a solas con mi abuelo que, cuando mi madre le contó sus planes de futuro, enseguida se pusieron manos a la obra. Menos de dos meses después de la pedida de mano, los ahora Spencer se casaron y se fueron a vivir de alquiler.

Mis padres me dan unos minutos antes de salir rumbo al restaurante y aprovecho para darme una ducha y cambiarme de ropa. Intento evitarlo, pero no dejo de mirar el móvil todo el rato con la esperanza de que Hunter me haya contestado. No lo ha hecho. He dejado de enviarle mensajes después de la hora de la comida. No quiero ser una pesada. No puedo presionarle para que hable conmigo, por mucho que quiera ir a su casa e irrumpir de una patada en su habitación.

Nunca digas nuncaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora