El cielo se viene abajo

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Segundo día

A dos días del inminente impacto, la fuerza de gravedad comenzó a ejercer una descomunal presión sobre la Tierra, y comenzaron los terremotos a hacer estragos por doquier. En distintas partes del mundo, se producían terroríficas grietas y fisuras en el suelo. Las grandes montañas se desmoronaban cómo la cera expuesta al fuego. Se pensó que la humanidad perecería a causa de esto, que la tierra misma se los tragaría, que descenderían al fondo del abismo en vida. Muchos perecieron a causa de esto, pero eso no fue todo, tan solo era el presagio de lo que se avecinaba.

De pronto, del cielo comenzó a llover fuego. Era cómo una lluvia de meteoritos que iluminaba el oscuro cielo. Ese fue el único baño de luz, por no decir, el último amanecer, pues todo era oscuridad. Eso fue algo sublime. Me recordó las luces navideñas. Los fuegos artificiales de Año Nuevo. En esos días, la gente se vestía de gala, había mucho bullicio de alegría por doquier, la gente bebía y bailaba, eran días de gran felicidad. Fue un gesto hermoso, yo diría que, en cierta manera, inmerecido. Fue un noble gesto para reclamar nuestras almas. Muchos se perdieron en la eterna oscuridad, viendo un colorido y luminoso cielo, cómo no se había presenciado jamás. A algunos se les dibujaba una inusual sonrisa de satisfacción, con frivolidad, y con los brazos abiertos, cabeza hacia arriba, y con ojos cerrados, recibían las brasas ardientes. No era como en los días de Año Nuevo, no se escuchaba el bullicio de alegría, se oía uno de desesperación, de agonía y lamento. Los grandes monumentos construidos por el ser humano se fueron abajo, sepultados sobre sus propios escombros, otros, tragados por la tierra misma. Al parecer, no quedaría ni rastro de que alguna vez estuvimos aquí, de que teníamos un planeta, al cual llamar hogar. Los sobrevivientes, aquellos que escaparon de la condenación, sólo serían conocidos en el cosmos, como simples inmigrantes, un pueblo nómada. Sería un nuevo inicio. De sus vicisitudes, en otro momento hablaré.

Yo soy aquel que estuvo presenciando la destrucción de nuestro planeta hasta que quedó la última piedra sobre él. Los grandes monumentos naturales, y los antiguos, también se diluyeron como la cera. Pocos logramos quedar con vida después de esa descomunal catástrofe. Polvo, humo y un manto oscuro esparcían el terror en los corazones de los que aún vivíamos. Por otro lado, las grandes masas de aguas oceánicas se volcaron, rompiendo su contención. Al instante, surgieron los monstruos acuíferos que destruyen todo a su paso, los tsunamis, que con fuerza fiera y destructiva devastaron pueblos enteros, arrastrándolo todo al dominio de las aguas. Los maremotos tampoco se hicieron esperar, con hambre voraz, se tragaron de un solo bocado a varias islas y algunos países por completo. Y cómo si no fuera suficiente, los temidos escupe fuego, se reventaron con ímpetu, y con su lava acariciaron las ciudades que les quedaban cerca. Otra parte fueron a parar a los mares, matando así bajo el calor de sus brasas toda especie marina. Yo lo vi todo, pues fui el último en quedar de pie. Como buen capitán, me hundí con mi nave hasta el fondo, más nunca la abandoné.

Cuenta regresiva: Siete días para el fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora