-¿Has conseguido alguna? -pregunté impa-ciente.
-Sí, dos. -Me dio las barritas de cacahuete y caramelo. Eran mis preferidas, por eso River había entrado en una casa terrorífica para buscar-las.
-Los sesos de cereza para ti.
Estábamos sentados en el sofá. Desde la cocina se oían las risas de nuestros padres porque la abuela Mila estaba contando una de sus anéc-dotas, quizá aquella del día que perdió las bragas en un concierto de los Rolling Stones. A Maddox le habían dejado quedarse a pasar la noche en casa de su mejor amigo, Dennis, y mi hermana Heaven estaba dormida. Así que River aprovechó la ocasión para poner uno de esos canales que mis padres no me dejaban ver. Se emitía una película de terror. A él se le dilataron las pupilas por la emoción, y sus ojos, que eran de un azul intensi-simo, se oscurecieron cuando un hombre con una máscara apareció en escena con una sierra eléctrica en la mano y empezó a correr detrás de un joven para descuartizarlo.
-No sé si deberíamos ver esto.
-¿Por qué no? Es divertido, Nicki.
-Voy a cerrar los ojos y tú me lo cuentas.
-¿Qué gracia tiene si no lo ves?
-No quiero mearme en la cama.
River soltó una carcajada y engulló otro sesito de cereza.
-Está bien. Pues... el hombre está sonriendo y el chico acaba de esconderse en un baño portá-til. Uy, qué mala idea. Mmm. Se asoma por una ventana pequeña. Parece que no hay nadie, pero...
Espera. - Miré de reojo a River y lo vi inclinarse hacia el televisor-. Oh, oh, acaban de rebanarle la cabeza. Qué gracioso. Y ahora...
-¿Qué pasa? -balbuceé insegura.
-Le ha sacado los intestinos. ¡Me encanta!
-Chicos, ¿qué estáis viendo? - La abuela
Mila apareció en el salón y se hizo un hueco entre los dos para acomodarse en el sofá. Algo didáctico es obvio que no.
-Yo no quería, abuela, pero...
-Mila, ¿te gustan las películas de terror?
me cortó River, embriagado por el subidón de la adrenalina y el placer de lo prohibido.
-¡Por supuesto que sí! ¿Y a quién no?
«¡A mí!», quise gritar. Porque no entendía a qué venía tanto interés por toda esa sangre y esa impenetrable oscuridad y esos giros rápidos de la cámara...
-Apaguemos la tele antes de que nos riñan
-dije.
-Están bebiendo vino, no se enterarán. Y si no, os cubro.
-La abuela Mila me guiñó un ojo
y, todavía sonriendo, le robó a River una gomi-nola-. Disfrutemos.
No puedo decir que me sorprendiese.
Mi abuela sentía debilidad por River Jackson y nunca se había molestado en disimularlo. Ade-más, siempre decía: «Las normas tienen que importarte lo justo y necesario, querida». O lo que es lo mismo: le daban igual y lo aplicaba a su vida.
La abuela Mila había estado casada cuatro
veces.
Con su primer marido apenas estuvo un par de años; había muerto en la guerra de Vietnam.
No en manos del enemigo, sino porque un compañero le disparó por accidente. Aquel suceso desencadenó que ella se manifestase en contra de la guerra y se uniese al movimiento que se extendió por todo el país. Pasó de soñar con una cocina moderna en la que poder hacer asados y sopas a convertirse en una mujer decidida que se implicaba en cualquier causa perdida. Durante los siguientes años, vivió en una comuna hippie, se convirtió en un rostro habitual de Studio 54, posó para Andy Warhol y fue a juicio por golpear a su tercer marido en la cabeza con una sartén («se lo merecía», le diría ella al juez). Quiso ser pintora, acróbata y bailarina, porque le encantaba dar vueltas y vueltas hasta marearse y caer al suelo boca arriba. Y en medio de aquella existencia apasionante, llegó Vivien, mi madre, que no fue fruto de ninguno de sus matrimonios.
La abuela no le había dado una infancia con-vencional, eso era cierto, pero nunca le faltó amor. Y, años después, la relación que estableció con nosotras fue igual de divertida que la que había forjado con nuestra madre. Jugaba a disfra-zarse, rodaba por los prados, se ponía frambuesas en la punta de los dedos y se manchaba de harina cuando hacíamos galletas con pepitas de chocola-te. Le encantaba ir a la feria en Navidad para subirse al tiovivo y comer algodón de azúcar. Yo siempre sonreía tras el primer bocado y le decía:
«Mírame, abuela, me estoy comiendo un trozo de nube de tormenta».
Por eso era mi referente. La tenía en un altar.
Quería ser como ella y no tener pelos en la lengua. O poder decir cualquier disparate sin son-rojarme. La abuela corría riesgos y no temía equi-vocarse, pero, cuando lo hacía, sabía arrepentirse con esa sabiduría que, según solía decir, solo se consigue con la edad y la experiencia. Y era auténtica, no estaba dispuesta a amoldarse por nadie.
Sin embargo...
Pese a que la teoría era perfecta, era incapaz de ponerla en práctica. Por aquel entonces, me inquietaba que algunos compañeros de clase hubiesen hecho correr el rumor de que era una bruja, porque me gustaba la magia y tenía el pelo naranja. Y, además, a River le llegaban invitaciones de cumpleaños que, por lo visto, se extraviaban de camino a mi buzón. Si me enteraba, me pasaba los siguientes días pendiente del cartero como un halcón. Al contárselo a la abuela, me dijo: «¡Ellos se lo pierden! Escúchame bien, Nic-ki, querida, no dejes que te hagan daño, no les des ese poder».
Así que me repetía: «No importa, no impor-
ta».
Pero no conocía ningún conjuro para convencerme de ello.