Capitulo uno: Las palmeras borrachas.

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- Estás obsesionado con Dios.

Se limpia las lágrimas con el pañuelo gris y observo que su mano tiembla. Estoy a punto de decirle que tiene la cara llena de mocos, pero creo que sería irrespetuoso teniendo en cuenta la situación. La pregunta me toma desprevenido. Muerdo mi manzana verde, para tener alguna excusa por la cual no responder. Se genera un ruido incómodo tras la mordida. Mastico lo más lento que puedo, intentando jugar con el tiempo, alargarlo lo más posible, mientras espero que a mi mente se le ocurra alguna respuesta ingeniosa. Odio que me increpen.

Pongo una mano en su hombro, intentando animarla. Trago la manzana.

- No estoy obsesionado con Dios.

Ella se carcajea amargamente y la saliva de su boca se mezcla con los mocos. No es una imagen demasiado embellecedora de la mujer. En otro contexto, probablemente ya estaría enojado. Pero por lo patética que se ve la pobre señora, lo único que puedo sentir es pena.

-  Lo nombraste muchas veces. ¿Eres creyente? No pareces creyente.

- No creo en Dios.

Bajo mi mano cuando siento los dedos congelados. La guardo en mi bolsillo sin dejar de ver a la señora. Cierro el puño, como si eso ayudara a combatir el frío. Estoy helado, y eso que es recién el comienzo del invierno. Pero es uno de los más crudos que experimentó la ciudad en años. Y como si fuera poco, también estamos en una temporada de lluvias tormentosas.

- Son traumas de la infancia- Añado, intentando encontrarle una justificación al tema de Dios.

- ¿Tus padres eran muy creyentes?- Pregunta, por primera vez girando a verme. 

Sus ojos están rojos, al igual que su nariz. Una lágrima cae por su mejilla, con lentitud, pero muere antes de poder tocar el suelo. Me quedo embobado observando el recorrido de esa lágrima.

- No realmente...

- ¿Entonces? 

Ahora soy yo quien baja la mirada. No es que hablar de ese tema me sensibilice, solo me deja en blanco. Tendría que indagar demasiado en mi propia mente para responder. Y no es que no quiera. Es que no sé cómo hacerlo. Es tanta información que ni hablando durante horas sabría cómo ordenarla. Y luego viene la parte de procesarla, que es mil veces peor.

¿Cuál es la razón? Es una pregunta tan difícil. ¿Por dónde empiezo? Aunque no creo que tenga un comienzo específico. Solo fueron un montón de cosas que llevaron a un montón de cosas más. Cómo funciona la vida misma.

"Mamá, ¿a dónde van las personas cuando mueren?"

"Al cielo, hijo. Siempre y cuando hayan sido buenos."

"¿Y si no fueron buenos?"

"Entonces van al infierno"

Cuando mi madre no sabía cómo responder algo solamente sonreía, se encogía de hombros y nombraba a Dios. Dios la salvó de muchas preguntas. Por ende, de muchas crisis existenciales. Porque quien tiene respuestas carece de dudas, y las dudas son motivo de crisis existenciales.

Hasta mis doce usé la misma estrategia. Cuando una pregunta me agobiaba durante días, simplemente me decía a mí mismo "Es cosa de Dios" y ni siquiera tenía claro quién o qué era Dios.

No fue hasta el inicio de mi adolescencia que la respuesta "Dios" empezó a ser insuficiente. Mis dudas se hacían más grandes, más difíciles de responder. Y con eso, necesitaba respuestas más robustas. Cada día me despertaba y tenía una razón más para pensar que nada tenía sentido. Y me negaba a creer que el mundo se sostuviera simplemente con la respuesta "Es cosa de Dios".

No hablamos sobre cosas muertas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora