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Dos semanas fueron las que tuvieron que pasar antes de que Granger lo haya acorralado en un callejón sin salida.

La chica lucía irritada, pero no por él.

Draco desvío la mirada y con urgencia intentó encontrar la manera de escapar.

Aunque estaba ligeramente agradecido con ella. La chica sabía disimular su preocupación y el chico Weasley y Potter no parecían saber lo que le pasaba o lo que le pasó.

Granger se acercó a él con algo de cautela.

— Malfoy, ¿Podemos hablar, por favor? — Granger lucía desesperada, notó que había ojeras en sus ojos y estaba un poco pálida.

No tanto como él, en realidad, ella lucía mucho más saludable.

— No... No puedo... — Hablar solo logró que la chica se preocupara más. Su voz había salido tan rota y tan distante que era imposible no darse cuenta de que había llorado.

Al final, cuando ella se acercó y le tomó de la mano, se dejó guiar.

Mientras caminaban, Draco podía jurar haber escuchado pasos tras de ellos y Granger parecía haberse dado cuenta pues veía hacia atrás con el ceño fruncido y una mirada amenazante que le causaba escalofríos. Granger lo hizo acelerar el paso y caminar por distintos pasillos como si tratara de perder a alguien.

Pero Draco estaba tan dolido que no le dió importancia.

Terminaron cerca del lago negro, sentados bajo un árbol.

El día estaba nublado, hacía viento y olía a humedad, más específicamente a tierra mojada.

— Malfoy, quiero ayudar... — Tomó su mano y entrelazó sus dedos, por un momento fue como sentir a su madre consolarlo después de su primer sesión de castigos en los calabozos a la edad de cinco años.

Draco la miró por un largo momento.

Suspiró ya resignado, no había nada que perder. Si contar lo que le habían hecho en vacaciones le costaba la vida, mejor.

Entre más pronto muriera, más pronto podría ver a su bebé.

Así que Draco habló.

Habló y habló por lo que parecieron horas.

Contó como la noche después de llegar a la mansión, Lucius lo había ofrecido para compensar su cobardía.

Contó como después de que los Mortifagos tomarán su casa, comenzaron los abusos hacia su persona.

Contó todo, detalle a detalle.

Su dolor.

Su pena.

Si humillación.

Contó las constantes torturas en los calabozos.

El como lloraba y suplicaba por piedad la primera semana, pero que después simplemente se resignó y se dejó hacer.

Contó como incluso su madre presenciaba tales actos y que en su mirada solo había asco y vergüenza.

También relató el día que se enteró de su embarazo. Lo feliz que le había hecho.

Las horas que pasaba hablándole a su vientre con al esperanza de que su pequeño lo escuchase. Las horas que le contó historias de fantasía, las horas que pasaba imaginando un futuro con un niño a su lado.

Mientras hablaba, lo hacía con emoción, con alegría, con melancolía. Todavía quería creer que su bebé seguía vivo.

Y después llegó a la parte en la que lo perdió todo.

Papá, yo te amo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora