Llevaba todo el día en casa, su madre no le había dejado salir a la calle, su balcón daba a los jardines interiores del bloque. En Alicante casi todas los edificios construidos en los últimos diez años eran así, tenían club social, jardines y algunos piscina. No el suyo por desgracia.
Javi jugaba con una linterna, la había cogido del montón de cosas de la mesa del comedor. Su padre acababa de llamar por teléfono y al parecer si que tendrían excursión, solo que él se les uniría más adelante.
El jardín vecinal estaba iluminado a medias, solo entraba luz por las porterías, Javier encendió la linterna y empezó a pasear el haz de luz sobre los setos de la zona común.
Sara estaba realmente preocupada. Primero su marido había tenido un servicio extraordinario que les privó de la salida del fin de semana. Después, recibió el mensaje “No salgáis de casa, la cosa está muy mal. Besos”.
La cosa estaba realmente mal, salía en las noticias. Valencia, Tarragona, Castellón y Teruel, hervían en un caldo de disturbios donde había sopa para todos. Ya estaba anunciando que esa oleada de horror empezaba a mojar con sus aguas la provincia a pesar de los esfuerzos de las autoridades por contenerla.
Aunque casi siempre compartía las decisiones con su marido, ahora él no estaba allí para ayudarla. Un rato antes, su tía la llamó muy preocupada, rogándole que fuera a su casa lo antes posible. Así que tomó una decisión, se iría con el niño a casa de su tía en el pueblo. Ya se lo contaría a su marido cuando volvieran a tener cobertura de telefonía. Por suerte no quedaban muchos preparativos pendientes y solo faltaba colocar la ropa y demás enseres en las bolsas de viaje.
—Mama. —Oyó que Javi la llamaba desde el balcón.
—Espera un segundo hijo, que me falta muy poco.
—Mamá , ¿Tu crees que lo que le pasa a la gente es que esta enferma?.
—Si mi niño, verás que pronto se curan.
Se fue la luz, así de repente, como a traición, ni siquiera con el ruido característico de cuando saltan los plomos. Un murmullo de desaprobación se oyó en el edificio, posiblemente en cada uno de los pisos, se preguntaban unos a otros donde estaban las velas o las cerillas y más de uno maldecía cuando la última vez que uso la linterna se la dejó en el garaje.
—Se fue la luz en todo el vecindario.
—Ya lo vi cariño.- Respondió Sara acercándose al balcón. — ¿Tienes la linterna de papa?
—Mira mamá, ¿Tu crees que eso es normal?. — El haz de luz iluminaba algo que parecía una bolsa de basura en el suelo, atada a una cuerda, la cuerda se puso tensa y arrastro el bulto negro medio metro. — Mamá Carbón está muy viejito, tienes que decirle al vecino que lo cuide mucho, me pone muy triste cuando le tira de la correa... si no quiere a su perro nos lo podría dar a nosotros.
Carbón era un perro con mucho pelo, cuando correteaba, parecía que levitaba de largo que lo tenía. Pero siempre trotaba con la cola en firme y las orejas bien altas, era un perro muy orgulloso, ahora yacía tirado en el suelo.
—Dame la linterna. — Le pidió a su hijo. Cuando volvió a iluminar el sitio, ya no vio al animal.
Paseo la luz a derecha y a izquierda, por encima de los setos y los columpios. Se escuchaban rumores en otros balcones, la gente siempre se asoma cuando hay apagones, quedarse en la completa oscuridad de tu casa no es algo muy civilizado, eso solo lo hacen los murciélagos.
Lo encontró al lado de un banco. La correa estaba tensa y tiraba de él. Era un bulto inerte, inanimado. Iluminó la correa que estaba atada a la mano del vecino. Siempre hacía eso, se ataba la correa a la mano para poder tener las manos en los bolsillos los días de invierno. Hoy el hombre vestía más desaliñado de lo habitual. Subió el haz de luz hasta el rostro, estaba mirando al suelo, como pensativo, sin embargo algo no estaba bien, caminaba como si le hubieran puesto una plantilla de tachuelas en las botas.