Capítulo 1, Parte 1

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Tláloc observó incrédulo a los hombres, quienes bajo las órdenes de un monje cargaban con los enormes trozos de madera hasta lo alto del cerro. Con la servidumbre pintada sobre los rostros, los hombres no dudaban ni un segundo de sus acciones, limpiándose el sudor con las mangas de sus camisas de algodón blanco. Apoyándose de cuerdas, colocaron dos piezas de madera juntas, una más larga que la otra, creando el símbolo por excelencia de los conquistadores; símbolo que había desplazado ya los antiguos templos de piedra a tan sólo una década de la caída de la gran capital.

Orgullosa se alzaba la cruz sobre el cerro en el que hace no mucho tiempo, los sacerdotes ofrecían sacrificios para que el generoso Tláloc dejase caer la lluvia de los cielos, bañando la tierra con el líquido vital y haciendo que creciera el verde manto que cubría la Tierra. Tláloc usó entonces su forma humana, como lo habían hecho varios otros colegas en los trece cielos, y andando con el disfraz de un mortal más, paseó entre su pueblo para buscar tomar las riendas de la situación de una vez por todas. No había visto a ninguno de los viejos Tezcatlipocas en más de diez años, y se preguntaba si en verdad se preocupaban por su pueblo tanto como él lo hacía. Ansiaba ver a los viejos sabios, nacidos del antiguo dios dual, y una vez frente a frente les preguntaría su plan para detener la barbarie que se desarrollaba en el lago de Texcoco.

Bajando el cerro, vistiendo huaraches y pantalones como lo hacía ahora su pueblo, llegó hasta un sendero en donde encontró a tres hombres picando piedras que antes habían erigido un templo, pues podían verse aún sobre la roca tallados cráneos, como un recuerdo de lo que fue una etapa guerrera que ya no existía.

—¿A qué dios le han arrebatado esas piedras?—les habló Tláloc en su lengua, con el ceño fruncido y tratando de ocultar los colmillos que buscaban asomarse por fuera de sus labios.

Los hombres se vieron entre sí, confundidos por el tono de autoridad que aquel hombre emanaba, casi similar al de los monjes que les habían bautizado hace tiempo atrás y que ahora les impartían algo llamado catecismo, en donde se les leían historias ocurridas hace más de un milenio, en tierras mucho más lejanas que Aztlán, las cuales ni caminando durante cien años podrían alcanzarse.

—Estas piedras ya estaban aquí cuando llegamos—se encogió de hombros el mayor de ellos—¿acaso fuiste un sacerdote en años pasados? ¿Por qué la preocupación por estas piedras, hermano? Fuimos ordenados por los monjes para traer estas rocas hasta el convento. ¿Gustas ayudarnos?

Tláloc sintió en la voz de esos hombres la sumisión y el miedo, pero esta vez ya no era sumisión a su figura como deidad, sino miedo a las represalias de los conquistadores. Miedo a recibir los maltratos por desobedecer, miedo a que los monjes escuchasen en sus bocas los nombres de los dioses, los cuales eran ahora prohibidos. El dios se rindió, sabiendo que esos hombres no servirían siquiera como sacrificio ya. No existía en ellos el orgullo por su tierra y por sus dioses. No eran más que peones obedientes a los hombres de piel blanca que mandaban desde sus tronos, con sus barbas tan largas que parecía que habían vivido en el mundo más de cien años y que todo lo habían visto.

Tláloc siguió bajando por el cerro, apoyándose con su bastón en forma de serpiente amarilla que emulaba el rayo, con una silueta zigzagueante y luminosa. La gravilla del sendero le hizo tropezar dos veces, dándose cuenta de lo inútil que era en su forma humana. Sintió entonces el peso de sus propios huesos dentro de su cuerpo, como si fuese un costal muy pesado y relleno de un líquido extraño y rojo que sólo había visto brotar de los sacrificados. El bastón entonces sirvió como una tercera pierna que le ayudaba a mantenerse en pie, llegando así hasta un mirador natural en donde se detuvo para descansar un rato. Le parecía tan increíble aquella sensación de falta de aliento, cosa que jamás había sentido y que le hacía consciente del cascarón humano en el que se hallaba. Contempló desde el mirador la cuenca de México, con los volcanes hermosos de cumbres nevadas al fondo y los cientos de nopales y magueyes que decoraban las faldas del cerro, como un ejército vegetal dispuesto a marchar. Los grandes y enormes templos eran remplazados de a poco por catedrales y el enorme lago parecía estarse secando, a la vez que la tierra lo engullera para aumentar cada vez más sus dominios.

Casa TlálocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora