Capítulo 3, Parte 2

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Quetzalli no estaba acostumbrada a estar en un sitio en donde el internet no fuese necesidad primordial, pero a la carencia le dio buena cara y se enfocó en otros asuntos. Desde muy temprano ayudaba a Tláloc en ciertas tareas cotidianas, tales como el acarrear agua desde los pozos, limpiar la basura que algunas personas dejaban en la orilla de la laguna y hacer arreglos florales para adornar los pórticos de las chozas y cabañas. La estrategia del Señor de la Lluvia consistía en ver muy de cerca a la chiquilla trabajando, tratando de medir su estabilidad mental, creyendo que podría salir igual de loca que su madre. Lo último que deseaba en su vida era a otro charlatán diciendo que era Quetzalcóatl, ese dios al que Tláloc tanto había esperado. Cada noche Tláloc observaba por la ventana de su casita azul al cielo, con la mirada fija en la primera estrella que aparecía en el firmamento. Recordaba aquel momento en que él y varios dioses vieron a Quetzalcóatl partir para siempre en una balsa de madera, perdiéndose en las aguas del Golfo, perdiéndose en el horizonte mientras juraba regresar algún día.

Quetzalli percibió de inmediato la nostalgia en la que vivía su nuevo jefe, a quien los años parecían volver cada vez más amargo. Amaba a su esposa, a su hija y a los tlaloques. Les demostraba cariño con diferentes gestos, desde pasar tiempo con ellos, componerles canciones para tocarlas en la guitarra, fabricarles regalos con sus propias manos y cocinar algo delicioso todos los domingos para que la familia entera se sentara a la mesa. Pero al mismo tiempo pasaba mucho tiempo solo, encerrado dentro de sus propios pensamientos, a veces anotando ideas en una libreta, otras dibujando a los pájaros que veía en las ramas de los árboles. Se iba solo a un cerro en donde tenía oculto un altar a Quetzalcóatl, en donde guardaba todos los objetos que hallaba en los que intentaban representar al dios. Recuerdos para turistas tales como llaveros y placas de madera, representaciones en piedra que él mismo había desenterrado y hasta ropa con la serpiente emplumada impresa. Construyó una casita de madera para proteger de la lluvia hasta documentos legales que el gobierno expedía en donde se usaba a Quetzalcóatl como sello o como marco alrededor de actas de nacimiento, matrimonio y hasta de defunción.

Pasaba un buen rato en ese altar, acostado en una hamaca que colgó entre dos palmeras, fumando un puro y echando una siesta sin que nadie lo molestara. Gustaba de escuchar en la distancia el ruido de un arroyo cercano, el volar de los insectos, el piar de las aves y los gruñidos de los monos. Ese altar era su escape del mundo, en donde tenía una figura de piedra enorme de la serpiente emplumada, y en ocasiones se ponía a conversar con ella. Le narraba los acontecimientos más importantes del mundo, le decía lo mal que estaba Tenochtitlán y como el Lago de Texcoco había desaparecido. Dialogaba con la estatua en náhuatl, pensando que Quetzalcóatl no sabría hablar castellano, y le cantaba canciones que había compuesto para él en la guitarra.

Entonces Tláloc regresaba de nuevo a la laguna, con el mismo rostro estoico de siempre y cargando con madera para leña. Quetzalli aprendió su itinerario en tan sólo tres día de haber estado en Casa Tláloc, pues el Señor de la Lluvia era como un reloj y hacía lo mismo cada día a la misma hora. Se despertaba por inercia junto con el sol, desayunaba y tardaba comiendo el mismo tiempo todas las veces. No pasaba ni un minuto más ni un minuto menos en su altar, el cuál creía él era secreto, más todos sabían ya que estaba allí, pero no iban por mero respeto.

Durante el tiempo en que Tláloc estaba fuera y Quetzalli se quedaba realizando algunas tareas, ella aprovechaba para darle mantenimiento a la vieja cabaña donde estaba alojada. Al llegar descubrió que el piso era de tierra, que sólo había una hamaca en el interior y que no tenía ninguna ventana. Quetzalli se puso manos a la obra, y pidiendo algo de ayuda a la Gente de las Nubes, consiguió las herramientas necesarias para la remodelación. Nadie antes había visto a una mujer tan decidida como Doña Ameyalli en la comuna, por lo que cuando vieron a Quetzalli usando el cemento restante de la construcción de los mini templos para cubrir el piso de tierra de su choza, todos los hombres se acercaron a verla curiosos. Terminaron asistiéndola cuando reforzó el techo de su cabaña con palma, así como cuando pidió ayuda a Tonatiuh para conectar un cable discreto hasta su casa y de esa forma tener algo de electricidad. El cable iba oculto entre la copa de los árboles. Siendo apoyada por el pájaro Moán, Quetzalli pudo camuflarlos tan bien que Tláloc no se percataría de ellos hasta mucho tiempo después.

Casa TlálocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora